Dom 28.09.2008
libros

Mis vidas como hombre

› Por Juan Ignacio Boido


Hipotermia
Alvaro Enrigue

Anagrama, 2005
188 páginas

Hay libros que empiezan en su primera página, y hay libros que empiezan antes. Hipotermia es uno de esos: Hipotermia empieza en la tapa, en la foto de tapa. Ya en esa foto flota el espíritu del libro: un hombre solo, en la cima de un mástil sin bandera con el Capitolio norteamericano de fondo, realizando -–su ropa lo dice– un trabajo de inmigrante, pero desde el que puede observar las grandezas y miserias del corazón de ese país que lo acoge pero quién sabe si llegará alguna vez a ser el suyo.

Hay un viejo adaggio que dice: un cuento es un relato que termina con un hombre cayendo en un pozo, mientras una novela es un relato que comienza con un hombre cayendo en un pozo. Mucho se ha escrito desde entonces, vanguardias, experimentos, provocaciones, clásicos, modernos y clásicos de vuelta, pero mal que mal todo relato sigue respondiendo a esas dos coordenadas: el pozo y el hombre adentro. Por eso, mucho dice sobre Hipotermia el hecho de que un hombre caiga (¿desde un mástil sin bandera?) en un pozo, pero no al principio ni al final, sino en el centro exacto del libro.

Cuarto libro de Alvaro Enrigue, después de un auspicioso y celebrado debut con la novela La muerte de un instalador, el libro de cuentos Virtudes capitales y la novela El cementerio de sillas, que lo confirmó como uno de los escritores más originales y ajenos a todo movimiento, boom o crack literario, Hipotermia es, en principio, un destilado de lo mejor hecho hasta ese momento: una serie de relatos que conforman la trama de una novela secreta. (El reciente Vidas perpendiculares podría entenderse, entonces, como su reverso exacto: una novela astillada en mil pedazos, una novela compuesta con las tramas de mil relatos.)

La apuesta de un libro así siempre es alta: se arriesga a desperdiciar la autonomía de sus mejores materiales en pos de una composición final, un poco como un puñado de fotografías se arriesgan al convertirse en fotogramas. Pero la recompensa, si las piezas ensamblan, es igual de alta: una satisfacción que se acumula, que trepa como escalones sobre el efecto de los relatos hasta alcanzar el clímax que sólo corona a las novelas. Ese es el caso de Hipotermia.

En principio, muchos de sus relatos merecerían un lugar en alguna hipotética antología de grandes relatos contemporáneos latinoamericanos: precisos y emotivos, individuales y a la vez universales, mantienen entre el mundo y sus variaciones una relación secreta como la que podía haber entre los arrabales de Borges y las murallas de Troya o los suburbios de Cheever y los hogares de Itaca. Pero a su vez, lentamente, como si fueran reflejos levemente distorsionados, variaciones que cambian de forma pero no de fondo, los cuentos van avanzando y volviendo sobre sí mismos hasta conformar la silueta movida pero nítida de una novela.

Un poco a la manera de Mi vida como hombre, aquel experimento tan brillante como desaforado en el que Philip Roth le regalaba a su alter ego, el escritor Peter Tarnopol, no sólo una convulsionada iniciación literaria sino -–en relatos que se sucedían– la libertad de hacernos leer las variaciones en las que intentaba convertir en literatura el torrente emocional de su vida, Hipotermia es, de alguna manera, la vida de un escritor y el modo en que la convierte –y la redime– en ficciones. A veces la sustancia emocional de su vida encarna en un periodista enfrentado a su propia frustración (en el enternecedor e inaugural “La pluma de Dumbo”), otras, en un ghost writer de autoayuda devenido profesor en el plácido infierno de una universidad norteamericana. A veces puede ser un basurero con el corazón roto que en una noche de justicia convierte su camión de recolección de residuos en un barco pirata. Otras, un latino que –desde el resignado y exitoso exilio de Miami– vuelve a Latinoamérica para visitar su pasado. O incluso, puede ser el escritor que lucha por escribir dos cuentos memorables: “Extinción del dálmata” y “La muerte del autor”, enormes y elegíacas microbiografías de dos hombres con los que se extinguen dos idiomas. Como ficciones dentro de ficciones, como un pozo adentro de otro pozo, siempre con un hombre solo, de pronto aislado del mundo que lo rodea (familia, país, amigo, mujer, paciencia), súbitamente entregado a la necesidad de volver a su origen para retomar desde ahí su destino, los cuentos se contienen y se hacen más hondos, hasta dejarnos la sensación de haber conocido el alma de alguien más, que nunca apareció en cámara.

Es imposible conocer las influencias secretas que confluyen en el momento exacto en que se materializa una idea, pero aunque más no sean como referencias en el mapa antes del viaje, Enrigue es profundamente consciente de la literatura hispanoamericana y, bajo la gracia literaria de Borges (pero sin la solemnidad de sus imitadores), escribe con la precisión miniaturista de Vila-Matas, el lirismo seco y salvaje de Bolaño y, latiendo acá y allá, el corazón de Bryce Echenique. Quién sabe si él mismo reconocerá esos lazos, pero qué importa, ¿o acaso se conocen todos los hombres que lloran con la misma canción?

Lo cierto es que Hipotermia –ese descenso súbito de la temperatura en el cuerpo que puede arrastrar a la muerte, pero que también podría leerse como la sangre fría que a veces, desde la cima de un mástil o desde el fondo de un pozo, nos regala el rapto de lucidez que dignifica la vida– captura con dolor y felicidad esos momentos en la vida de un hombre en que se oye el click, el crack con que la vulgaridad del mundo se quiebra y la vida se vuelve a la vez

belleza, tragedia y sentido.

Nota madre

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