De un tirón. Así se lee Hasta que pase un huracán. La experiencia de escritura se materializa en la lectura y hace que uno no pueda separarse del libro hasta terminarlo. Con un ritmo que pasa de una sugerencia a una imagen potente, lo narrado adquiere fuerza y permanece. “Yo odiaba a mi ciudad porque era bellísima y también feísima, y yo estaba en el medio. El medio era el peor lugar para estar: casi nadie salía de ese medio, en el medio vivía la gente insalvable; allí no se era tan pobre como para resignarse a ser pobre para siempre, entonces la vida se gastaba en el intento de escalar y redimirse”, sentencia la protagonista desde los primeros párrafos de esta nouvelle. Con una historia de una sencillez aparente —una chica sin nombre de una ciudad sin nombre quiere salir de donde está— se teje una trama llena de peripecias y personajes —vivos, identificables— que se convierte en crónica social. A la manera de Sísifo, la protagonista de Hasta que pase un huracán —luego decidir dejar sus estudios para hacerse azafata y así poder atravesar el horizonte— está condenada a salir y volver a entrar, permaneciendo en una suerte de limbo donde el sueño americano es un espejismo. Y en el proceso queda la instrumentalización del cuerpo propio y de los ajenos, y la pérdida de una inocencia que nunca estuvo allí.
Con una gran economía de recursos, la lucidez de García Robayo consiste en construir una novela de iniciación a sabiendas de que las transformaciones totales no existen y que el intentar controlarlo todo pocas veces da resultados. La escritora no juzga a su personaje; simplemente lo conoce —muy bien— y lo deja decir. La voz elegida es atinadísima y su estilo es de esos que contagian, que dan ganas de ponerse a escribir.
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