› Por Marcelo Figueras
Lo sorprendente es que podría haber escrito otra cosa. Es fácil releer pasajes de Chandler como si se tratase de un proto Carver a quien le falta un editing. O imaginarlo firmando la saga de una familia corrupta. También podría haber aprovechado su experiencia como soldado. O la que acopió como ejecutivo del Dabney Oil Syndicate, para producir un novelón de trasfondo petrolero a lo Upton Sinclair. La formación de Raymond Thornton Chandler había sido tradicional, y a la inglesa. (Del Dulwich College de Londres salieron otros maestros del estilo, como P. G. Wodehouse.) Lo natural habría sido que se dedicase a la Literatura con mayúsculas o, por lo menos, que siguiese escribiendo poesía como en su juventud. Sin embargo, lo que entregó desde 1933 hasta su muerte, y sin desvíos, fue pulp fiction. Literatura de género. Narrativa –perdón por la palabrota– popular.
La tentación sería creer que lo hizo por dinero. Por aquel entonces la Depresión cavaba hondo y Chandler estaba desocupado. En paralelo, las revistas de historias policiales al estilo Black Mask –entretenidas y baratas: costaban 15 centavos– vivían su hora de gloria. Pero un tipo elegante y fogueado como Chandler (que había sido funcionario público, periodista, contador y hablaba alemán y francés) podría haber aspirado a trabajos que le quedasen mejor de sisa. De las opciones que tenía, la de escritor profesional (que sólo cobraba si su relato era aceptado como parte de una miscelánea) era la más incierta.
Aun cuando publicó su primera novela (El sueño eterno, 1939) a los 51, llevaba décadas alentando el deseo de escribir. Ciertas confesiones sugieren que aquello que lo movió a la prudencia fue la inseguridad. El suicidio de Richard Barham Middleton, autor de The Ghost Ship, a quien había conocido durante sus años de periodista, fue decisivo a la hora de postergar su vocación. “Middleton tenía más talento que yo”, dijo a Dorothy Gardiner (Raymond Chandler Speaking, 1962). “Y si él no había podido lograrlo, era poco probable que yo lo hiciese.”
Pero ser inseguro no implica que se carezca de ambición. Y Chandler era ambicioso, como lo prueba el prólogo a su colección de relatos Trouble Is My Business. Allí se describe como un infectado por la literatura, pero portador sano: “He tenido la fortuna de escapar a lo que fue definido como ‘esa forma de esnobismo que puede aceptar la Literatura de Entretenimiento en el Pasado, pero sólo la Literatura Iluminada en el Presente’”. Después afirma que hoy es casi imposible escribir una viñeta social más aguda que Madame Bovary, o frescos tan amplios y ricos como La guerra y la paz. Para concluir así: “Un clásico es un texto que agota las posibilidades de su forma y que prácticamente no puede ser superado. Ninguna historia o novela de misterio lo ha hecho todavía”. (Este prólogo data de 1950, tres años antes de El largo adiós.) “Pero unos pocos se han acercado. Lo cual explica por qué cierta gente, que en todos los demás sentidos parece razonable, continúa asaltando la ciudadela.”
Como todo escritor que se precie, Chandler quería hacer historia. Pero como también era buen lector (y su experiencia como contador colaboraba, en este sentido), sabía que hacerlo dentro de un género que todavía no había alcanzado su excelencia mejoraba sus probabilidades. El hecho de que se tratase de una narrativa considerada menor no lo acomplejaba, como tampoco lo hacía la necesidad de tener que lidiar con una fórmula que podría sintetizarse así: crimen (primer acto)–investigación (segundo acto)–resolución (tercer acto). “La fórmula es lo de menos”, aparece diciendo en The Life of Raymond Chandler, de Frank McShane. “Lo que cuenta es lo que uno hace con la fórmula; se trata de una cuestión de estilo.”
Chandler se acercó a Black Mask porque la revista creada por H. L. Mencken y George Nathan se diferenciaba de otras publicaciones –precisamente– en la aplicación de la fórmula. La típica historia de Black Mask “privilegiaba la escena al argumento”, dice Chandler. Y miren cuán contemporánea, cuán iconoclasta es la definición de Chandler sobre aquello a lo que el género podía (¿debía?) aspirar: “El misterio ideal es aquel que leerías aun si le faltase el final”. Desde que la variante hard boiled se agotó, mucha gente sostiene que el género tocó su techo. Pero esta variante que Chandler intuía en 1950 todavía está pendiente de exploración, en un siglo XXI hecho a medida: ¿o no vivimos, acaso, en un tiempo lleno de misterios que jamás veremos resueltos?
Una fórmula (o si prefieren: un género) es tan sólo un programa de juego. A partir de sus tres notas básicas se puede componer una melodía infantil o quince minutos de free jazz endemoniado. La gracia de jugar con esas tres, en lugar de hacerlo con todas a la vez o pretenderse atonal, es que son notas que el oído registra con placer casi en cualquier combinación. Lo que Chandler hizo, pues, fue jugar con la muy agradecida escala del policial para producir literatura, creando una música que sonaba familiar, pero nunca había sido interpretada de ese modo, y dinamitando al techo del género, a la vez que elevaba a los lectores consigo.
Alguna gente lo advirtió a tiempo. Pero en términos generales, la crítica esperó a que muriese para valorar su obra. (“El crítico promedio no reconoce un logro cuando ocurre. Lo explica después de que se ha vuelto respetable”, dice en el prólogo de ese libro que suena a autobiografía de un escritor: Mi negocio son los problemas.) Habrá quien piense hoy que Chandler es tan anacrónico como la crepuscular Los Angeles que fue su escenario. Sin embargo, la lección de este maestro (que es la misma que impartieron en su hora los grandes del cine de EE.UU. Ford, Welles, Hawks) está vigente. Y particularmente para los argentinos, que más allá de honrosas excepciones, nunca parecemos decidirnos a asaltar la ciudadela.
Si existiese un talento a lo Messi que no quisiese jugar delante del público, nunca haría historia; a lo sumo sería objeto de un cuento algo absurdo, tributario del
“Bartleby” de Melville. La misma lógica puede aplicarse a la literatura. Todo lo que quieren los escritores con sed de gloria –y Chandler era uno de ellos, de acá al Maracaná– es jugar para la gente y llenar estadios, sin traicionar su estilo.
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