› Por Ernesto Laclau
Jorge Abelardo Ramos fue, en mi opinión, el pensador político argentino de mayor envergadura que el país haya producido en la segunda mitad del siglo XX. Hoy se da en la Argentina un resurgimiento del interés en su obra y un reconocimiento (tardío) de su significación. Lo que no es tan evidente, sin embargo, es dónde reside la especificidad de su intervención discursiva. La intervención de Ramos tuvo lugar en una pluralidad de planos discursivos, a la vez que proponía formas nuevas de articulación entre los mismos. Hay dos niveles fundamentales en los que el discurso ramista se movía: la tradición marxista y la tradición nacional-popular latinoamericana.
Cuando uno piensa al marxismo como espacio discursivo, se advierte que la historia de ese espacio estuvo dominada, desde sus mismos comienzos, por un hecho capital: el desplazamiento de las áreas de su aplicación hacia terrenos cada vez más heterogéneos respecto de aquellos para los cuales el modelo marxista había sido originariamente pensado: los países industriales avanzados de Europa Occidental. El socialismo era impensable excepto como resultado de la maduración de las contradicciones internas de las sociedades capitalistas plenamente desarrolladas. El marxismo estaba, en tal sentido, fundado en una homogeneización social progresiva. La tesis sociológica central era la de la simplificación creciente de la estructura social bajo el capitalismo: el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas había de conducir a la desaparición de las clases medias y del campesinado, de modo que el conflicto final de la historia había de ser una confrontación directa entre la burguesía capitalista y una masa proletaria homogénea. (...)
Para Abelardo Ramos, el principio de la revolución permanente era el que estructuraba el conjunto de su estrategia política. El no tenía, desde luego, una visión cortoplacista y ultraizquierdista de la transición de etapas, ni tampoco compartía el cosmopolitismo abstracto del trotskismo ortodoxo, pero la dualidad de etapas era para él fundamental. Aplicada a la Argentina, venía a decir algo más o menos así: la revolución nacional se había iniciado bajo banderas burguesas con el peronismo, y esos límites habían conducido a la derrota histórica de 1955, y hoy había que retomar el curso revolucionario y llevarlo hacia la victoria bajo banderas socialistas. A las tres banderas históricas del peronismo (soberanía política, independencia económica y justicia social) había que añadir una cuarta: gobierno obrero y popular. La dualidad de partidos que esta visión implicaba condujo a la fundación del PSIN y al rechazo de la alternativa de constituir una corriente diferenciada en el interior del peronismo. Recuerdo que nuestras discusiones estratégicas estaban dominadas por el sistema de alternativas procedentes de la Revolución Rusa. (...)
Para entender la estrategia discursiva de Ramos respecto de esta bifurcación –democracia y liberalismo– de la experiencia política latinoamericana, es útil apuntar a las dicotomías en torno de las cuales el liberalismo se constituyó como ideología dominante en nuestro continente. El sintagma matricial del liberalismo argentino fue, desde luego, “civilización o barbarie”; como todas las dicotomías, ésta opera una simplificación brutal del espacio discursivo: todo elemento social tiene que ser inscrito en un polo u otro de ese espacio. Usando un símil de la lingüística, podríamos decir que hay sólo dos posiciones sintagmáticas reconocidas, y que a partir de ellas se redistribuye el resto de los elementos en torno de relaciones paradigmáticas de sustitución. Esta dicotomía de base creaba –es importante advertirlo– las condiciones para una traducción indefinida que aseguraba la continuidad del dualismo a través de todas sus versiones. El ímpetu fundamental del cambio histórico residía en el polo civilizado, en tanto que la barbarie era descrita en términos reactivos y de pura pasividad. De ahí había sólo un paso para hacer de la barbarie un sinónimo de cualquier tipo de resistencia a la colonización europea.
Volver a pensar a las masas como agente activo de la historia requería, pues, en primer término, recobrar su historicidad. Lo que había sido reducido a un wasteland debía pasar a ser el sitio de una epopeya. Hegel había hablado de “pueblos sin historia”. Había, por tanto, que reintegrar las masas a la historia. Toda una reflexión alternativa respecto de la historia oficial habría de acometer esta tarea. No puedo aquí ni siquiera bosquejarla, pero para mencionar tan sólo un hombre, pensemos en el de José Carlos Mariátegui. Jorge Abelardo Ramos pertenece a esa tradición y ha contribuido a ella de manera prominente. Sus dos grandes libros –Revolución y contrarrevolución en la Argentina e Historia de la Nación Latinoamericana– representan un brillante intento de trazar una épica del pueblo como actor colectivo. Su tesis básica es que las áreas irredentas de los pueblos latinoamericanos –la unificación nacional, la autonomía económica frente al poder extranjero, la igualdad social– encuentran finalmente en la clase obrera el agente de su realización. (...)
El de Ramos fue el pensamiento más radical en la historia de la izquierda argentina. Su pensamiento avanzó a través del revisionismo histórico en una comprensión de la historia argentina en la cual la noción de los actores colectivos se modificó de una manera fundamental. Hoy en día muchas de sus teorías son moneda corriente porque han sido tan aceptadas que no se aprecia debidamente la originalidad profunda y el coraje intelectual y político que implicaba plantear estas cosas en ese momento. Ramos mostró su coraje político fundamental en los años ’40, en el apoyo crítico que dio al peronismo en un momento en que toda la izquierda argentina estaba enfeudada al liberalismo oligárquico más banal.
Pero además en ese momento nosotros teníamos un revisionismo histórico, pero un revisionismo histórico de derecha, fundamentalmente. Lo que Ramos hace es ligar una perspectiva revisionista a un pensamiento de izquierda. Y eso tuvo una profundidad y una originalidad que perduran todavía hasta el presente.
Yo trabajé con Ramos políticamente durante cinco años, y durante ese período trabajamos estrechamente. Hubo una gran compenetración para mi formación intelectual: la relación con él fue uno de los puntos de referencia, y es todavía uno de los puntos de referencia, hasta tal punto que todavía tengo algunas conversaciones imaginarias con él.
Fragmentos del prólogo que escribió Ernesto Laclau para el último tomo de Revolución y contrarrevolución en la Argentina, La era del peronismo (Continente), de Jorge Abelardo Ramos, en mayo de 2013.
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