Dom 08.11.2015
libros

ESTRATEGIAS DE SUPERVIVENCIA

› Por Jorge Consiglio

Existe siempre una biblioteca de iniciación. Se trata del conjunto arbitrario de libros con el que el lector principiante organiza su primer cosmos espontáneo, el que le genera un placer insólito asociado con el asombro, la curiosidad y la intimidad entendida como aventura.

Esas bibliotecas dejan siempre huella. Gravitan en el imaginario que la persona diseñará para pensar la lectura, para idear su modelo de autor y para abordar los textos en general. Son herencias perpetuas de sangre con las que se discute para armar un nuevo sistema o con las que se guarda una fidelidad inquebrantable. En mi caso, fue la biblioteca de mi viejo. No tenía muchos libros, solo algunos pocos. Si mal no recuerdo, había seis en total: una edición de tapa dura de Mis montañas de Joaquín V. González, los Artículos de costumbres de Mariano José de Larra y, de Roberto Arlt, El juguete rabioso, El amor brujo y dos tomos de las Aguafuertes en edición de bolsillo.

Empecé a leer las Aguafuertes por la pasión con que mi viejo hablaba de Arlt y de sus escritos. Casi siempre la charla se daba en la sobremesa de las cenas. Destacaba las descripciones de Joaquín V. González, la mordacidad de Larra, pero cuando el tema era Arlt, la cosa era diferente. Decía que escribía usando la verdad cotidiana. Era el único escritor que, sin preocuparse demasiado por las formas, había hecho arder las páginas con la certeza de que la vida es tan hermosa como mezquina. Según mi viejo, Arlt bramaba, no tenía tiempo ni voluntad para los floreos discursivos. Con su prosa turbia se ocupaba de asuntos urgentes que, valga la paradoja, habían existido desde siempre. Y lo hacía con una potencia que se logra solo si está respaldada por lo auténtico.

En otras palabras, antes de empezar a leerlo, yo sabía que Arlt había escrito a los empujones, de una forma provocadora, con la actitud del que quiere arrancarles la careta a los imbéciles y redimirlos mediante la confrontación con su propia miseria. En el legado de mi viejo, Roberto Arlt era un evangelizador que descreía de las metáforas, un rebelde cuya sensibilidad lo ubicaba al borde de sí mismo y de las instituciones. En estas ideas hay una puerilidad de la que aprendí a desconfiar con los años; sin embargo, creo que en ellas también pervive un sustrato genuino que me sirvió, entre otras cosas, para acuñar el modelo de lo que, para mí, es un autor.

En la obra de Arlt, en general, y en las Aguafuertes, muy en particular, el punto de vista del narrador es inmediato. Hay un apremio que tiene que ver con el tiempo de las redacciones de los diarios en los que escribía; sin embargo, no encontramos en las Aguafuertes la mera notación impresionista de escenas pintorescas, sino que en la alquimia del relato se halla también el tiempo calmo del observador minucioso, de aquel que contempla, madura y reflexiona. La voz que nombra es siempre problemática. Es la palabra de la cavilación, del cuestionamiento y de la duda. Cuando Arlt usa su índice discursivo, el objeto señalado es puesto en crisis, que es una de las formas más intensas, aunque menos frecuentes, de aprehender lo real. Arlt consigue sortear la primera ojeada, la que se ancla en la representación del mundo como mero espectáculo, y se abre a la verdadera entidad de la escena, que se relaciona directamente con “la voluntad de ser vista”. En las Aguafuertes hay una relación de proximidad entre la voz que enuncia y la materia narrativa. El responsable elocutivo de Arlt acorta distancias, es decir, elude la mirada tradicional, la del puro relevamiento, y enfoca la escena muy de cerca, con un lente de aumento. Logra ablandarla, volverla permeable. El vínculo nodal es eminentemente dialógico. Este concepto se relaciona con otro que John Berger desarrolla en su ensayo “Unos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible” (en El tamaño de una bolsa, 2001). En él, el autor inglés afirma que, en algunas pinturas –en las mejores, en las que producen emoción estética–, el modelo “colabora” con el artista. En estos casos, al igual que en las Aguafuertes de Roberto Arlt, la relación entre el artista y el modelo es ontológica. De allí que la potencia y la verosimilitud de estos textos sea incomparable.

Para esta antología, elegí la aguafuerte “Laburo nocturno” porque disfruto muchísimo cada vez que la leo. Su protagonista, que toma la palabra en gran parte del texto, Silvio Spaventa, es, ni más ni menos, un “esgunfiado”, categoría que según la aguafuerte “La vida contemplativa” no no debe confundirse con el “hombre que se tira a muerto”: una clase de personaje que se abandona a la inercia y al parasitismo, un tipo diestro en sacar rédito del esfuerzo ajeno, ágil para colarse por la rendija del sistema y disfrutar sin culpa del dolce far niente, aunque siempre amparado por el blindaje de la hipocresía: emplea la simulación para sostenerse a flote. No es el caso del “esgunfiado”, cuya actitud es transparente. Existen dos ingredientes que caracterizan esta segunda tipología. Por una parte, el aburrimiento: el que se “esgunfia” abandona la vida activa porque lo vence el tedio, ve en la realidad pura tautología, se asombra solo ante la repetición constante. Por otra, en un crítico del movimiento puro, de la diligencia, de la existencia ocupada.

De modo tal que el “esgunfiado” es un ser eminentemente contemplativo, enemigo de la acción. En este sentido, se parece bastante al “squenun”, otra categoría de personajes que Arlt define y para la cual se remonta hasta la etimología latina del término en la aguafuerte “Divertido origen de la palabra ‘squenun’”. Además de la pasividad, el “esgunfiado” y el “squenun” tienen en común cierta tendencia a la actividad filosófica. En la aguafuerte recién nombrada, el narrador afirma: “En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del ‘squenun’, del poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la casa Sempere”.

Ahora bien, estos personajes, inevitablemente, están atravesados por cuestiones de índole práctica; en otras palabras, asuntos relacionados con la supervivencia. Tienen que conjugar su vocación de “filósofo de azotea” con necesidades concretas como alimentarse, vestirse y fumar. Una alternativa es colgarse del esfuerzo ajeno y transformarse en vividor; la otra, inventar estrategias de conservación que interfieran lo menos posible con el modo de vida alternativo que eligieron. Justamente eso es lo que busca Silvio Spaventa: un plan que le permita esquivar el camino trillado, un atajo que le sirva para escapar del redil: “¿Ves vos la consecuencia de este régimen carcelario? Que a una misma hora un millón de habitantes morfa media hora después, ese millón, al trote y a los cañonazos, se embute en los tranvías y ómnibus para llegar a horario a la oficina... Y no es posible, che...”. Silvio Spaventa lo logra: encuentra un trabajo que no parece tal. Es el “laburo” nocturno. Sus horarios son los opuestos a los de la mayoría, con lo cual consigue escabullirse del tráfago cotidiano. Spaventa, el “esgunfiado”, diseña una existencia que lo justifique sin renunciar a su estilo. Y eso, la verdad, es mucho decir. Por eso elijo esta aguafuerte. Esa estrategia lateral, alternativa, de Spaventa, es una estrategia de bienestar –de “felicidad” iba a anotar– en el sentido más auténtico: el tipo, acotado por los márgenes de la carencia, tiene la habilidad, el talento, para generar un nodo de amparo. En eso brilla un resabio de sabiduría porque, al fin y al cabo, el “esgunfiado” aspira, en cierta medida, a lo mismo que aspiro yo: “... a una tarde eterna, con una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de agua para la sed”.

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