REFLEXIONES
Una reflexión sobre edificios patrimoniales y sobre calidad: ¿estamos construyendo algo que algún día será patrimonio?
› Por Jorge Tartarini*
Barracas, doce horas. Se acabaron las pilas de mi cámara digital y espero la recarga en el bar de la Estación Buenos Aires, del Belgrano Sur. De repente me doy cuenta de que estoy en un edificio ferroviario totalmente de madera, con poco menos de cien años de uso. Nada indica en ese desvencijado ambiente, abundante en publicidades, parrillas de choripán, guardas desganados y la pobreza invadiendo cada rincón, el origen que tuvo esa modesta construcción.
Corría la década de 1910, abundaban las concesiones ferroviarias para construir ramales económicos o de trocha angosta, y la Compagnie Générale des Chemins de Fer de la Province de Buenos Aires, una empresa de capitales belgas y franceses, levantó esta terminal provisoria, como antesala del monumental edificio que proyectaba sobre Vélez Sársfield. Pero las ganancias de este ferrocarril nunca lo hicieron posible.
Sólo para pasar el tiempo, y sin pretensiones de filosofar, comencé a recordar las construcciones provisorias que, como ésta, subsisten en la ciudad, definitivas y en uso. Un caso poco conocido es el del actual Museo Nacional de Bellas Artes, una antigua Casa de Bombas a Vapor que formaba parte del Establecimiento Recoleta, la planta purificadora que ocupaba varias hectáreas en Recoleta y abastecía de agua a la ciudad promediando la segunda mitad del XIX. Al desmantelarse la planta en 1928/29, Alejandro Bustillo recicló su casa de máquinas, pensando en aquel momento que sería la sede provisoria del Museo, hasta que tuviera una propia, acorde a su importancia.
Cerca de allí, el conjunto de terminales ferroviarias de Retiro muestra interesantes ejemplos de convivencia entre lo inacabado, lo provisorio y lo contundente. El proyecto original de la gran terminal de Retiro del Mitre inaugurada en 1915 no sólo era lo que vemos edificado hoy, sino extensos frentes que se prolongaban sobre Ramos Mejía hasta Libertador, y por esta última unos 200 metros, donde estaría la salida de la estación. Esto hubiera permitido mejores circulaciones internas, dividiendo los lugares de entrada y salida de pasajeros, la construcción de más bóvedas metálicas de cañón, y depósitos de carga y descarga sobre Libertador. De éstos, el único levantado fue el que hoy pertenece al actual Museo Nacional Ferroviario.
Y si volvemos a lo provisorio, a pocos metros se encuentra la terminal de chapa del San Martín, construida por el F.C. de Buenos Aires al Pacífico, el mismo que levantó los magníficos arcos de ladrillo que recorren el parque Tres de Febrero y unían la estación Palermo con la ciudad. Las antiguas fotos de esta modesta estación muestran un magnífico quiosco-librería, una confitería con lujoso equipamiento y una sala de señoras, parecida en su mobiliario al estar de cualquier casona de la época.
No sólo la arquitectura quedó a medias o con versiones preliminares. También nunca pudieron concretarse en realidad urbana definitiva numerosos proyectos, como el de 32 diagonales que nos dejó el urbanista francés Bouvard en 1907, y una larga lista de proyectos para Plaza de Mayo y su entorno, para el entorno del Palacio del Congreso, y para el Barrio Sur. Pero esto ya es otra historia, sobre la que se ha escrito mucho y bien. En paralelo a esta Argentina que proyectaba y no concretaba, o lo hacía a medias, se encontraba la que con contundencia concebía los edificios que hoy conforman lo mejor del patrimonio arquitectónico porteño, como el Teatro Colón, los palacios residenciales sobre Alvear y Plaza San Martín, el Palacio de Correos, el Palacio Pizzurno, entre otros tan o más importantes que éstos.
La digital iba camino a cargarse, y yo debía seguir relevando el patrimonio industrial de La Boca y Barracas. Un cementerio de fábricas, con puentes cruzando las fétidas aguas del Riachuelo (a propósito, de paso también recordaba que hubo proyectos para su limpieza desde 1874, nunca concretados) y seguía registrando la sucesión de cáscaras vacías que, a pesar de todo, parecían seguir siendo el alma del lugar. Las sensaciones se mezclaban y el efecto “Luna de Avellaneda” disparó la primera pregunta. ¿Cómo habrá sido ese país dominado por el humo de chimeneas y la gente en plena labor, trabajando al unísono, como una sinfonía de esfuerzo y sudor? ¿Qué impulso fenomenal habrá animado a quienes creyeron en el futuro de la industria de esas barriadas industriales poderosas, hoy casi agonizantes? Sin más pretensión que matizar mi promenade fotográfica con estos y otros interrogantes, mi cámara seguía impiadosa: imágenes de la ex fábrica Noel, la ex fábrica General Electric, la ex barraca Tan-Co, la ex, la ex, la ex. ¿No habrá sido acaso la misma vocación que llevó a levantar en su momento obras que hoy, hasta parecen de otro país, como el Teatro Colón y el Palacio de Aguas, por ejemplo? Inevitable, solitaria y final la pregunta vino sola: ¿dónde había quedado la grandeza, la visión compartida por muchos que había permitido materializar estas y otras creaciones nada desdeñables? Por supuesto, una nutrida bibliografía sobre historia, economía y sociedad, podía ofrecer distintas y fundamentadas interpretaciones. Pero lo mío iba más en el terreno de lo sentido, que el de la razón, y a esa altura era imposible abstraerme.
Mi desprolijo periplo mental, en ese momento atravesando el desvencijado Puente Victorino de la Plaza, no daba para mayores especulaciones. Sólo atiné a mezclar los condimentos que hasta ese momento habían acompañado mis pasos: lo provisorio que fue eterno, la grandilocuencia con pies de barro y el contraste con la realidad que todos conocemos. Todo estaba allí, expresado en el patrimonio edificado, de sur a norte de la ciudad, que nos mostraba cómo somos mejor que cualquier texto. En él se corporizaba ese babilónico cocktail de grandilocuencias, concretadas o efímeras, que nos habla de aquello que fuimos, de lo que somos, de lo que ya no podemos ser, y de lo que podríamos llegar a lograr si comprendiéramos cabalmente las lecturas que de él podemos extraer. Un patrimonio que expresa momentos en los que colectivamente protagonizamos gestas productivas, culturales y sociales de perfiles únicos en el continente. Y en él y en su contexto, el de hoy y el del que lo concibió, se testimonia con fuerza la necesidad de reemplazar la añoranza por pasados idealizados –al estilo “Un mundo feliz”– por el deseo de saber cambiar para poder seguir siendo.
La luz se acababa y emprendía el regreso pensando que en nuestro próximo Bicentenario quizás no sólo debiéramos restaurar nuestros grandes monumentos, sino sentar las bases para recuperar la trama social que hará posible levantar en el presente los que les sucedan, que formarán nuestro patrimonio del futuro.
* El autor es arquitecto e investigador del Conicet.
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