NOTA DE TAPA
Las jornadas Diseño para el Desarrollo Local organizadas en la UBA dieron cuenta de experiencias de diseñadores trabajando con artesanos, organizaciones de a sociedad civil, microemprendedores poblaciones vulnerables. Y sobre todo de inquietudes, debates y entrecruzamientos con otras disciplinas en un hacer que reflexiona.
› Por Luján Cambariere
El calendario de eventos design, cada día más poblado de encuentros de calidad incierta, la semana pasada tuvo unas jornadas para destacar. En primer lugar porque, cuando hoy el marketing lo tiñe todo, se llevaron a cabo casi en el anonimato, en el área de investigación de la FADU/UBA, sin títulos rimbombantes, ni invitados, ni promesas falsas. En segundo lugar, porque hubo discusiones y debate. Lejos de vedettismos, hubo vehemencia y compromiso por parte de los disertantes en desnudar sus acciones para sacar conclusiones en conjunto. Tercero y sin dudas lo más importante: porque dieron el presente disciplinas y conceptos que muy pocas veces se relacionan con el diseño, como tejido social, territorio, ciudadanía, impacto ambiental, patrimonio, diversidad cultural, paz y hasta el concepto de resiliencia en el marco del desarrollo sustentable.
Así, el encuentro se propuso revisar algunas experiencias de asistencia en diseño y comunicación para el desarrollo local con vistas a delinear este escenario de la práctica profesional. “El diseño para el desarrollo es un enfoque que intenta anclar la gestión de diseño en la problemática del crecimiento sustentable. Una zona del diseño estratégico que ayuda a reorientar recursos para el acompañamiento de procesos locales de fortalecimiento y consolidación de comunidades de intereses, a escala institucional, barrial, local o regional. Persigue el mejoramiento de la calidad de vida a través de fortalecer las comunidades, promover adquisiciones de conocimientos, fortalecer la identidad, autonomía y arraigo territorial”, define la diseñadora industrial Beatriz Galán, organizadora junto a un grupo de prestigiosos profesionales sensibles desde hace tiempo a estos temas.
¿La clave? La transferencia en diseño. “La promoción y apropiación de herramientas conceptuales, vocabulario, planificación, enriquecimiento de los imaginarios y sensibilización, que fortalecen a los actores involucrados para ordenar recursos con criterios de eficacia social. Asimismo, con los pobladores recibimos conocimientos desde su vida cotidiana, éticas y recursos. En esta práctica, la comunidad debe quedar mejor posicionada y el profesional adquirir competencias para accionar en escenarios complejos, quebrar estereotipos y, lo más importante, volcar su atención a la realidad local en pos de descubrir su riqueza.”
A la inversa de muchas conferencias en las que se mira insistentemente el reloj, en éstas uno se quedaba con ganas de saber más. Había rostros, paisajes, costumbres, testimonios contundentes y –en muchos casos– emocionantes de personas (todo tipo de artesanos –urbanos, étnicos–, pobladores, miembros de ONG) a los que el diseño había transformado de forma positiva. Distintas necesidades y contextos, pero la misma sensibilidad por parte del profesional y un logro concreto: trascender el paradigma hegemónico del diseño centrado en el objeto que muchas veces hace que no se vincule con la realidad.
Así, de la Universidad Nacional de Colombia llegó el diseñador industrial Eduardo Naranjo, creador del Programa Acunar, que asiste a 22 comunidades de Bogotá. Acompañando sus proyectos productivos artesanales –desde joyeros, pasando por artesanos en madera, textiles y cerámica–, apostando al desarrollo, como un camino hacia la paz. “Nosotros no hacemos intervención sino investigación, acción y participación. Lo nuestro es la interacción. En estos contextos no funciona la capacitación sino que la transferencia la debemos hacer en la acción. Así, generamos, en el caso de los artesanos, cultura de proyecto. Los adentramos en esto de pensar la cosa antes de hacerla más propia del diseñador”, explica Naranjo. Así, habla de trascender la relación proyectual-objection, la autogestión, la creación de redes y asociatividad, y no deja de repetir insistentemente el concepto de territorio. Algo nada casual en un país paralizado por la violencia. “Del territorio nos interesan los actores, los recursos, los saberes. Necesitamos que la gente se apropie de ellos para que no migren a otras zonas. Así entendido, el objeto es evidencia y mediación de un proceso social mucho más amplio.” ¿La meta del programa? “Lograr un impacto inclusivo que fortalezca el tejido social. Y, por supuesto, contribuir a la paz. En relación con esta meta, Naranjo dio cuenta de otra experiencia: Laboratorios de Paz. Una iniciativa especialmente ideada para las zonas de conflicto, las zonas rojas, que pretende de la mano de la cultura –fortaleciendo la artesanía, la música y el teatro– ser otra vía para reducir el impacto de la violencia.
Del interior viajaron dos gérmenes de semillas plantadas por la arquitecta Lidia Samar. De Córdoba, los diseñadores industriales Marcelo Federico y José Antonio Guevara, con su trabajo final de la carrera. El proyecto Nuestro monte en pos del uso sustentable de recursos –humanos y naturales– de una comunidad (San José de Boquerón) de Santiago del Estero. Para ello trabajaron con el apoyo de la Facultad de Ciencias Forestales y la Asociación Civil El Ceibal. Analizaron el mobiliario rural. Básicamente, cómo en ese contexto los objetos definen los espacios (“por las altas temperaturas, ejemplifican, la cama debajo de árbol da vida al dormitorio”) y los materiales (soguería, madera, chaguar, algarrobo blanco y negro, quebracho colorado y viñal). De ese análisis morfológico y semiótico surgieron necesidades. Así se centraron en tres ejes: desarrollar mano de obra calificada, aportar diseño y comercializarlos. Para lograrlo empezaron por algo tan concreto como optimizar el banco carpintero situado al aire libre, diseñaron mobiliario en madera de viñal (plaga en el Chaco, pero con poca difusión): banquetas apilables con asiento de tiento, un trío de sillón y banquetas y una silla matera Becerro que rescata la riqueza del apero criollo. “Es que más allá del diseño nos interesa la dignidad del hombre que habita la tierra. Existe un puente entre el conocimiento académico y el popular que el diseño puede fusionar y materializar”, rematan.
De Bariloche, el diseñador industrial Manuel Rapoport trajo las experiencias que comparte con su socio Martín Sabattini de la etiqueta Designo. Arrancó con sencillez y, según él, “con nervios y nada académico”, pero definitivamente contundente. Contó experiencias con jóvenes, microemprendedores y artesanos. Nombró fracasos y pequeños logros que al afilar su mecánica cada vez son mayores. Mostró más que productos, sutilezas que se lograron a través de su transferencia, como relojes hechos con los nudos típicos de coihue (souvenir típico de la zona) que tras su interacción empezaron a tomar nuevas formas. Y experiencias de reciclaje con gente del basural de Bariloche con las que realizaron tejas con latas de tomate y ladrillos de vidrio con el enorme descarte de botellas que se genera por el consumo en los boliches. A veces me resulta raro esa búsqueda enloquecida del diseñador por la identidad, cuando este tipo de proyectos chorrea identidad a cada paso. No se la podés sacar”, rescata.
Igualmente interesantes el bloque de experiencias de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata con el Modelo de tutorías interdisciplinarias para microemprendimientos productivos presentados por la diseñadora industrial María del Rosario Bernatene y Pablo Miguel Ungaro, en pos, principalmente, de revertir estadísticas que sostienen que sólo cuatro de cada diez emprendimientos sobreviven. Trabajo meticuloso éste: darle protección a una industria naciente, darle status a la pequeña o baja escala productiva poco atractiva para muchos, pero fundamental en Latinoamérica. También participó el proyecto de taller del último año de Diseño Industrial presentado por Eduardo Simonetti y Roxana Garbarini con la cooperativa de recolectores sólidos urbanos (cartoneros) Nuevo Rumbo, del que dimos cuenta en m2 el año pasado.
De la Universidad de Buenos Aires, varios casos del Proyecto Red (www.catedragalan.com.ar) de la propia Galán con experiencias con organizaciones de la sociedad civil como el caso Manos del Delta, cooperativa de artesanos isleños presentada por el diseñador industrial Pedro Senar o el del taller de serigrafía del Hospital Borda por Juan Pablo Rufino que cerró con el testimonio conmovedor de una usuaria: “A mí me mejoraron la vida. El taller es mágico. No sé qué sería de mí sin gente con esta sensibilidad”. Más del lado de la comunicación y el diseño gráfico (caballo de Troya de estas experiencias, según Galán, ya que al ordenar sistemas visuales generan institucionalidad, identidad y visibilidad), a la batuta de la arquitecta Marta Neuman hubo aportes a través de cartografía social como interfase de mediación para el desarrollo territorial en barrios, villas y asentamientos, desde el Riachuelo hasta Moreno.
Por último, otra perlita de las jornadas: la intervención de la arquitecta Susana Toscano, del Centro de Matemática y Diseño que introdujo los parámetros de resiliencia. Entendida como la capacidad que tiene un ser humano de recuperarse ante la adversidad, concepto que según explicó viene de la física (capacidad material de recuperar la forma luego de sufrir un impacto) y toma la sociología y ahora, ellos, para el impacto ambiental, la ecología. En un reduccionismo absoluto: analizando factores protectores, pilares de la resiliencia y los de riesgo se puede equilibrar el ecosistema. Algo así como hacer para favorecer los impactos. En ronda de debates, sin querer, Toscano aportó un cierre: “Todos somos resilientes al estar acá. Por eso debemos tratar de favorecer más en nosotros y en los demás esta actitud”.
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