NOTA DE TAPA
En el marco del Programa Identidades Productivas, esta semana se presentó en Comodoro Rivadavia la colección Chubut. Es un proyecto que se propone dar voz y equidad a los artesanos y, doblemente relegados, a los artesanos mapuches y tehuelches. Y lo hace por medio del diseño.
› Por Luján Cambariere
La mayoría de los artesanos en nuestro país suele estar en una situación vulnerable, poco reconocidos y pobres. Los de los pueblos originarios suelen ser doblemente marginados, despojados y pobres. Paradójicamente, hoy el mundo global pide a gritos el preciado don de la identidad que ellos ostentan. Y es justo ahí donde entra como puente el diseño entendido como herramienta de inclusión social. De esto dio cuenta un evento de justo hace una semana en Comodoro Rivadavia. El 10 de marzo se presentó en el club Ingeniero Huergo la colección Chubut del Programa Identidades Productivas de la Secretaría de Cultura de la Nación que propone, entre otras cosas, aumentar la calidad y cantidad de productos artesanales para reconstituir el tejido socio-productivo de la provincia.
Por supuesto hubo muestra y desfile, como se impone en estas ocasiones, aunque lo demás no tuvo nada de convencional. Desde muy temprano llegaron los más de 200 artesanos que participaron del evento de las cuatro comarcas: Esquel, Trelew, Puerto Madryn y Comodoro, y de localidades bien apartadas como Lago Puelo o Lago Rosario. Sus caras demostraban ansiedad y cansancio. A pesar de estar en la misma provincia, muchos habían viajado más de ocho horas. Nada empañaba la emoción y la fuerza de esos abrazos. Entre ellos, compañeros de aventura de más de un año a través de los diez seminarios de capacitación y dos encuentros mancomunados. Y con los profesores del equipo capitaneado por la creadora del programa, Cintia Vietto, y los docentes del grupo Cultura y Diseño de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad Nacional de Mar del Plata. La dupla formada por dos madrazas –Marta Rueda y Marina Porrúa– y ex alumnos ahora profesionales –Cris Moyano, Lucía Ducombs, Hernán De Fillipis y Marco Bernich– con una enorme vocación social. Prendas, tejidos, platería, objetos. Cada uno que llegaba iba sacando de sus bolsos las ofrendas. La colección ya estaba completa, pero el impulso creador y productivo que les había dado el curso estaba disparado.
“Mapu” significa tierra y “che” gente, con lo que pocos como ellos para hablar de integración con la naturaleza, trabajo colectivo, identidad y sustentabilidad. El movimiento del Comercio Justo, que hoy da respuestas concretas a su problemática (y no sólo teoría para un problema “sobrediagnosticado”, como afirma la especialista en justicia indígena Silvina Ramírez), habla básicamente de condiciones de trabajo dignas, igualdad entre el hombre y la mujer, respeto al medio ambiente y a los valores culturales y comunitarios. De este lado del planeta tienen en ellos a sus mejores representantes desde tiempos inmemoriales. Y fue cruzar las primeras palabras para comprobarlo.
Luisa Jaramillo es mapuche, tiene 64 años y la dureza de su vida hace que aparente más. Desde 1970 vive en Esquel para que sus diez hijos puedan ir a la escuela. Esa que a ella se le mezquinó por vivir “allá donde ni los pájaros llegan”. Cuando habla con esa poética, uno recuerda que su lengua, el mapundungun, es solamente oral, mientras ella se apresura a aclarar que no sabe leer ni escribir. Aprendió el telar de su tía. “Empecé a la edad de 4 años, cuando uno ya puede hacer alguna cosita. Empezamos por torcer hilo, que es el primer trabajo. Un poquito más grande ya comenzamos a hilar y a los ocho al telar. Con eso crié a mis hijos. Ahora dicen que hay pobreza. Hoy venía pensando que nosotras no conocimos ni un peine. Mi abuela sacaba las raíces de la uña de gato y con eso nos peinaba.” Y ahí de vuelta al tejido: “La tía nos decía qué colores usar. Y todo el tiempo repetía que nosotras lamentablemente nacimos mujeres, nunca vamos a tener la fuerza que tiene un hombre, pero Dios nos dejó las manos. Nos dejó el longko (la cabeza), nos dejó el rakiduam (pensamiento) y nos dejó el piuke (corazón). A mí eso se me quedó grabado. Entonces cuando se quebró mi marido, salí adelante sola. No tenía con qué hacer las tinturas y escribía en blanco y negro”. Es una bella metáfora: las mapuches escriben a través de sus telares. Sus tejidos hablan, por eso son tan importantes.
Enseguida llega su hermana Rosalía Napaiman, de Lago Rosario, pequeña colonia ubicada en Trevelin. Y se empiezan a evaporar mitos varios. Todas querían hacer el curso, todas querían saber sobre el diseño, sobre todo para ser ellas las que transmitan su cultura. “El año pasado me dio mucha pena. Viene mi hijo de Bariloche y me trae una remera. La misma labor que yo le hice a una señora de Buenos Aires allí estampada. Ahora van con una maquinita y sacan todo. Nos copian de la peor manera. Yo ya tengo 64 años, pero van a quedar mis nietos, mis raíces y, ¿qué va a pasar con eso?”, explica Luisa.
Al rato se suma Margarita Prane, de Boquete Nahuel Pan, a unos 30 km al norte de Lago Rosario, donde su padre perdió mucha familia en los desalojos y aún lucha a los 87 años por recuperar sus tierras. Digna hija, Margarita llega munida de actas que dan cuenta de los más crueles atropellos. “Yo no he desarrollado la artesanía como medio de vida sino para preservar mi identidad”, dice. Por esa misma identidad, que a Rosalía la hizo ser cruelmente rechazada y ahora le sirve para recapacitar: “Yo ahora necesito hablar aborigen. Antes lo mezquinaba para mí. Es que cuando llegué a la escuela no sabía saludar. Yo entraba y decía: ‘Mari Mari’ (buen día) y todos los huincas (blancos) se reían. La directora nos agarraba de las orejas y nos ponía en fila en el maíz hasta que supiéramos decir ‘Buen día’. Entonces yo empecé a sentir vergüenza por mi lengua y ahí estaba: ‘Buen día, buen día, buen día’. Cuando lo aprendí, canté victoria. Y mi abuelo, que me escuchaba, decía: ‘Algún día van a necesitar hablar aborigen, van a querer y si no saben, van a ser igual que mudos’. Cuánta razón tenía.”
“A nosotros nos quitaron todo –sigue Rosalía–, por eso uno entra con mucho temor al grupo pensando: ‘¿Y ahora esta huinca qué nos va a venir a robar?’. Y hoy estamos triunfando juntas. Por eso me encuentro más que contenta.” ¿Y el diseño? “Imagínese, yo tejiendo un matrón grandote para mi rancho que es petiso. Y ahora pienso por qué no agarré y pedí tela y le pongo sólo una guarda y hago la cortina. Eso es diseño.”
¿Se respetó su tradición? “Fue un tema –cuenta Margarita–, porque veíamos que algunos compañeros desarmaban nuestros dibujos, dejándolos sin significado. Lo charlamos mucho y pensamos: ‘Si no lo decimos, ¿cómo van a saber ellos?’. Y finalmente lo explicamos.” ¿Saben lo que es el Comercio Justo? “No, pero suena lindo. Y justo. Porque yo a mi trabajo lo tengo que hacer valorar, porque me cuesta mucho. A las niñas les digo que para saber valorar deben empezar de abajo: hilando, torciendo, lavando la lana”, remata Luisa.
Los varones, entre tanta mujer, merecen un capítulo aparte. Rogelio Castellán, platero de Puerto Madryn, llegó con su mujer y encantadora vocera, Marta, aclarando con orgullo que hoy tienen el lujo de vivir de lo que hace. Hacía platería tradicional mapuche y tehuelche que copiaba de libros, pero con el tiempo comenzó a intervenirlas y a crear “piezas de reminiscencia indígena con sentido modernista”. Para esta colección hizo piezas realmente bellas: todo tipo de tupus para los tejidos y collares y pectorales, fusionando alpaca y plata con lana. “Yo estuve en los dos extremos y hoy se lleva más la evolución. Así se transmite mejor la cultura, si no, queda. Por eso el curso fue maravilloso. Porque nosotros no somos perfectos. El artesano, como todo creador, suele ser bastante egocéntrico y egoísta. Y esta experiencia nos permitió abrir los ojos e ir más allá de nuestra individualidad.”
Alberto Herczog, eximio carpintero de Rada Tilly, coincide. El hacía muebles de tronco de ciprés y radal. En las primeras etapas del curso estaba perdido entre tanta mujer y telar. “Pero las profes me tocaron el amor propio y como en el séptimo encuentro volví al taller y empecé a trabajar.” Se le ocurrió hacer suelas. Enseguida, las chicas del grupo se peleaban por ofrecerle todo tipo de capelladas tejidas. Hoy, además de la colección compartida, Alberto es uno de los que ostenta marca propia de zapatos. “Le pusimos Yamai, que significa encuentro”, detalla.
También hubo mates, lámparas de madera inspiradas en guardas y originales piezas en cerámica combinadas con macramé, realizados por otro varón, de profesión cocinero y artesano por vocación, Manuel Idalgo. El teje macramé como los dioses desde los cinco años. “Los artesanos somos orgullosos, pero inseguros. Yo hasta ahora no vendía ni mostraba lo que hago. Ojalá hubiera tenido este curso a los 20 años”, cuenta emocionado.
Casual o no, el Nguillatun, la ceremonia mapuche por excelencia, coincide con esta época. Rogativa donde le piden a Nguenechén (dios del bien) fertilidad. Fines de febrero, principios de marzo, igual que este proyecto que los tiene como protagonistas y donde tampoco faltaron el kultrún (instrumento musical, pero aquí en forma de accesorios y objetos), ni la sabiduría ancestral. Ojalá sea señal de buenos augurios y sea el puntapié inicial de un cambio que no puede esperar.
“Muchos piensan que la creatividad es una iluminación individual. Nosotros creemos que se construye, porque diseño no es invención sino descubrimiento. Así aprenden el concepto de colección, de serie, cómo funciona el mercado”, explica Porrúa. “Al retomar la evolución, asociando lo ancestral con lo contemporáneo. Así al mapuche se le abrió un campo de acción muy grande y reedituable. El dibujo se mantiene y respeta, pero se mixtura o achica para permitirles más rapidez al tejer sin perder identidad. Todo mediante ejercicios y juegos, con respeto. Nosotros queremos interactuar, no imponer, ni romper con nada”, rematan Rueda y Porrúa.
La colección Chubut se centra en seis líneas. Tres toman el paisaje natural: Mar, Montaña y Meseta. Mientras que las otras se inspiran en el paisaje histórico-cultural, rescatando la simbología indígena en Mapuche, la paleontología en Pétrea y la multiculturalidad provincial en Cosmopolita. Repertorio de signos, colores, formas y texturas que se transfieren y materializan en más de 1500 prototipos con las técnicas del lugar: tejido, orfebrería y telar. Y en menor medida carpintería, cerámica y vidrio. “La línea Mar sobresale del resto por su colorido. Hay azules, verdes y turquesas, puro contraste con la tierra. Ropa asociada al movimiento de las olas, el viento”, adelanta Porrúa. “Hay tejido en telar, a dos agujas, crochet, macramé, cuero de oveja. Y también confección industrial como estampados, sublimados y decolorados”, cuenta Rueda. Montaña y Meseta forman un continuo que se va derramando de lo más verde al marrón. Allí es donde se manifiesta parte de la transferencia mapuche, en muchos casos resignificando a través de tejidos con telar hechos con lycra o polar. También tejiendo directamente el vellón sin hilar para lograr el efecto nieve o sublimándolo con tintes especiales, apartándose de la paleta tradicional del blanco, negro y rojo. La Pétrea aborda lo fósil, el petróleo, las huellas, la corrosión del terreno, mediante mucho jean tratado y algodones estampados.
Este artículo es parte del proyecto de la autora que ganó las Becas Avina de Investigación Periodística. La Fundación Avina no asume responsabilidad por los conceptos, opiniones y otros aspectos de su contenido.
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