Sáb 05.05.2007
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OPINION

El patrimonio de los otros

› Por Jorge Tartarini

–Rosebud...

Para el multimillonario Charles Foster Kane esta palabra era mucho más que un trineo infantil quemándose en una chimenea. Más todavía que su imperio económico, que su cadena de diarios, emisoras y fábricas. Más que sus ambiciones políticas frustradas, que su vínculo con Emily Norton, sobrina del presidente de los Estados Unidos con la que se casó, y que su idilio con la cantante, para quien construyó un teatro lírico. El recuerdo de aquel juguete en aquel momento final era su más preciado patrimonio. Y ciertamente hubiera dado cualquier cosa para tenerlo consigo.

Vivencias sobre bienes personales a los que nos aferramos a lo largo de nuestra vida abundan. Automóviles y animales domésticos, junto con los más variados e insólitos objetos que pueblan el mundo de coleccionistas y personas comunes son objeto de culto, se quieren y valoran hasta extremos increíbles. Desde las colecciones de figuritas, pasando por las mariposas y llegando a objetos de todo tipo y calibre, la propiedad y goce personal de un objeto único es un hábito históricamente aceptado, cultivado y difundido por una sociedad que exacerba la pertenencia por sobre la esencia. Y, siempre simplificando, el placer que da a una persona sentirse casi tan única como el objeto de su deseo.

Si dejamos por un momento al individuo y nos adentramos en el colectivo, las obsesiones se desvanecen y el celo y cuidado por lo de todos, por aquellas cosas que nos involucran e identifican como sociedad, y que se transmiten de generación en generación son a menudo reemplazadas por la desidia, el desinterés y la apatía.

Desde distintos ángulos se ha analizado el pobre destino de nuestro patrimonio. El que prevaleció al comienzo fue la condena ética y moral y, por sobre todo, la ausencia de educación y conscientización de los ciudadanos en todos los niveles. Hemos recorrido toda la segunda mitad del siglo XX escribiendo y declamando sobre el tema, pero manteniéndonos lejos de las concreciones, de lo medular del problema. Aun aceptando la enorme importancia de los aspectos culturales, sentir como propio algo no es sólo una cuestión cultural. Si lo colectivo no involucra y el legado no se siente como propio, también deberían considerarse cuestiones sociales y económicas vinculadas a la posibilidad de realización plena de un individuo en sociedad. La mutilación de este y otros derechos elementales también conspira contra un sentido de pertenencia cabal a una historia, a un devenir en el que los símbolos y testimonios del pasado pueden transformar su uso y significación, pero seguir siendo reconocidos como el propio patrimonio.

Antes que lacrimógenas condenas sobre la enésima mano de pintura que recibe el Cabildo para tapar los últimos graffiti, convendría poner manos a la obra y tratar de atender a resolver estas cuestiones con menos latas de pintura y más neuronas. De una vez por todas dejemos de hablar del patrimonio que nos testimonia en tercera persona, como si estuviéramos hablando del país y del gobierno de turno, otra nefasta práctica nacional. Décadas atrás, un analista en “Cuestionario” la calificaba como un pésimo síntoma de salud democrática.

Aboguemos por las campañas de difusión a favor de nuestro patrimonio. Afirmemos que se debe conocer para valorar y valorar para comprender y preservar. Pero sentir el patrimonio de todos como propio también implica entender la escasa significación que tiene para muchos. Para los ilustrados y para los olvidados. En especial para comunidades golpeadas por planes y políticas que fomentaron la exclusión social y la desvalorización de lo propio. Una de las tantas batallas que debemos librar para reencontrarnos con lo mejor de nuestras tradiciones culturales.

–Sportsmen...

Los últimos 14 habitantes de Martins, un pueblito perdido en el sur bonaerense, que rodeaban a don Santiago Ferrando en su lecho, se miraron sin entender. Fue la última palabra del viejo maquinista del F.C. Sud en su desvencijada estación. Ni soñar en contratar un detective como en El ciudadano de Welles. Aquella palabra se fue con él, sin más. Tiempo después, cuando la estación devino en pulpería con cocina de autor, durante las obras encontraron una placa enlozada con aquella palabra. Un memorioso recordó entonces que pertenecía al viejo club social y deportivo fundado por don Ferrando y sus amigos del ferrocarril.

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