Mudarse es imprevisible: uno termina desarrollando manías inesperadas. Cuando Ed Shaw apareció por estas costas, hace ya muchos años, no se debía esperar que terminara rescatando para el público la extravagante obra de Francisco Salamone, maestro del Art Déco argentino y creador de íconos edificados para el gobierno filofascista de la provincia de Buenos Aires de la década del treinta. Hace más de diez años, Shaw reunió en un libro y en una muestra sus muchas fotos de las obras de Salamone, conjunto que luego llevó a Chile y a Estados Unidos. Este mes volvió a la carga con una muestra curada por su hijo Tom, contagiado de pequeño por la pasión paternal de recorrer pueblos bonaerenses que poseen las increíbles fantasías de Salamone.
La muestra en el Centro Cultural Borges recorre municipalidades como las de Coronel Pringles, Guaminí y Pellegrini, todas caracterizadas por altas torres, líneas fuertemente verticales y un diseño “cerrado” sobre sí mismo. Son edificios sobredimensionados –excepto el de Chillar, modesto como una casa– ceñudos y vagamente amenazantes, que siguen siendo lo más alto de sus pueblos y muchas veces derraman en plazas y aledaños, como en el caso de Laprida, donde el edificio es complementado por el equipamiento de la plaza, la fuente y hasta los faroles, todo en el mismo estilo.
Por razones misteriosas, otra especialidad de Salamone terminó siendo el cementerio, donde logró obras cumbres y bizarras, como el ángel de la muerte en hormigón de Azul, el Cristo de Saldungaray –serio candidato a la obra religiosa más rara jamás hecha– o el enorme crucifijo de Laprida, que se alza como una torre entre vacas y horizontes rurales.
Como sus breves años de actividad pública fueron los de la corporación de las carnes, Salamone también construyó una cantidad notable de mataderos, como los de Tres Lomas, Balcarce o Coronel Pringles. Estas instalaciones eminentemente prácticas se destacan por sus torres de fantasía casi espacial, sus careles esculpidos en cemento –”matadero” o “matadero modelo”– y su indiferencia al hecho de estar en medio del campo. Son arquitectura parlante, edificios públicos, pensados para que se note que están y para ser visitados.
Por suerte, los Shaw siguen visitándolos. Quien nunca haya visto un edificio de Salamone debe correr al Borges a descubrirlo, y quienes no tengan el ya inhallable libro de hace una década pueden compensar con el muy buen catálogo de la muestra.
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