ARQUITECTURAS AUSENTES
› Por Sergio Kiernan
Vivir en Buenos Aires impone un deseo, de esos que se les piden a los genios de la botella. “¿Qué deseas, oh effendi?”, dirá el prisionero liberado y en la lista habrá que incluir, por favor, tener esa peculiar ceguera estética que hará que uno ame, aprecie y estime los edificios de departamentos de losa de hormigón, balcón al frente y ammenities. Ese tipo de insensibilidad permitiría no sufrir al ver caer por todos lados edificios hermosos y valiosos.
Por desgracia, los genios en botella no abundan y para peor vienen Ramón Gutiérrez, Patricia Méndez y Marcelo Kohan a clavarnos la estaca con un libro cruel y refinado. Arquitecturas ausentes: obras notables demolidas en la Ciudad de Buenos Aires es exactamente eso, un álbum de cosas que no están y que en muchos casos ya ni recordamos que estaban, una lista ilustrada de pérdidas, una historia con moraleja.
El Cedodal que dirigen Gutiérrez y Graciela Viñuales ya nos tiene acostumbrados a libros que tapan baches intelectuales en este país sin listas, sin archivos y sin catálogos. La ya larga serie rescató y organizó archivos por autores y por grupos, incluyendo la muy cuerda de reunir arquitectos por origen nacional y época de inmigración. Este libro se publica en sociedad con El Artenauta Ediciones, tiene 106 páginas y será usado por nuestro buen Dios, que es arquitecto, para presentar cargos contra generaciones de argentinos.
La primera parte, por remota, es más llevadera. En imágenes atesorables, el libro cuenta la evolución de la Plaza de Mayo y alrededores, con las varias vidas del Cabildo viejo, la Aduana de Taylor y la recova que cruzaba la plaza en dos. Menos recordados son los edificios que la rodeaban, en buena parte reemplazados por los grandes ministerios de basamento colorado y la primera encarnación de lo que hoy es Leandro N. Alem, cuando era literalmente la orilla. Ahí se ve cómo Buenos Aires tuvo una identidad italianizada pero reconociblemente criolla, un estilo Primera Independencia que ya es muy escaso, pero que todavía puede verse en ciudades menos demolidas, como Valparaíso o Lima.
El segundo capítulo toma edificios institucionales e incluye la iglesia de San Nicolás, reemplazada por el Obelisco; el Parque de Artillería, reemplazado por Tribunales; la cárcel de Las Heras, las primeras estaciones de trenes, un tendal de bancos y un caso de suicidio cultural digno de Sigmund en persona: el Hospital Español de Julián García Núñez, nuestra mejor pieza modernista, reemplazada en parte por uno de los peores ejemplos de basura hormigonada revestida en falso ladrillito.
El capítulo de arquitectura comercial es un cementerio de mercados demolidos, tiendas destruidas, talleres desaparecidos. Es particularmente increíble el caso del Taller de Herrería Artística de Garay al 1200, diseñado por Eduardo Le Monnier. Luego viene una sección dedicada a viviendas, que incluye la Aduana vieja, la casa de la virreina vieja y el caserón de Rosas, y una colección de mansiones espectaculares que se abre con el palacio Miró, el primero de la serie, que reinaba sobre lo que hoy es Plaza Lavalle. El catálogo de destrucciones muestra mansiones en lugares inesperados, como Belgrano y Flores, grandes residencias urbanas frívolamente destruidas y hasta la foto del palacio Costaguta en Talcahuano y Tucumán, antes que los arquitectos Vainstein y Caffarini se cubrieran de ridículo al demolerlo y dejar la torre Art Nouveau pegada a una caja de cristal particularmente mediocre. Finalmente, el libro muestra cuántos teatros hermosos perdimos en esta Ciudad, y cuántos cines.
Gutiérrez, Méndez y Kohan no hacen todo el trabajo en el libro. Con tino, le dejan al lector dos tareas. La primera es desviar la vista del edificio desaparecido y mirar el entorno en que existió, también destruido. Lo que se ve es una ciudad de una increíble belleza y coherencia que, pese a la leyenda interesada, no tenía cortes violentos porque usaba estilos que se fundían con gracia. Esa creación colectiva fue demolida por los especuladores y reemplazada por un agregado de medianeras.
El segundo ejercicio para el lector es agregarle a la foto de lo que no está la imagen de lo que sí está: prácticamente todos los edificios que figuran en este volumen fueron reemplazados por ejemplares de arquitectura comercial de una mediocridad pasmante. El Marqués de Sade hubiera puesto foto frente a foto. Pero, ya sabemos, él sí que era un sádico.
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