LEY 2548
› Por Sergio Kiernan
La aprobación de la ley 2548 abre la más agradable Caja de Pandora: ahora hay que administrar el patrimonio.
Todo país civilizado tiene una ley de patrimonio. Todo país civilizado tiene una legislación para ver cómo proteger su patrimonio y también tiene instituciones para hacerlo. Y todo país con leyes dispone de los instrumentos concretos para hacerlas cumplir. Buenos Aires acaba de dar el primer paso –tener la ley– y ahora nos encontramos gratamente obligados a dar los siguientes.
Hasta ahora, el patrimonio edificado no se administraba sino que simplemente estaba ahí. Contradictoriamente, de a pedazos, dependiendo de la personalidad de algunos funcionarios, de la energía de alguna legisladora y de la movilización de vecinos, se cuidaba más algún fragmento que otro. Esto explica que San Telmo resulte menos demolible que Flores, por dar un caso en que la Legislatura le permitió un terrible furcio a la Iglesia. Y esto explica que el ministro de Desarrollo Urbano Daniel Chain haga una cosa, mientras que el de Espacio Público Juan Pablo Piccardo haga otra y funcionarios como Luis Grossman no hagan nada.
El nuevo sistema significa que cientos de edificios no puedan ser demolidos sin el visto del Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales. Este ente no fue creado para semejante tarea, aunque la cumplió muy bien hasta ahora, cuando la 2548 se limitaba al polígono del Paisaje Cultural. Es cuestión de tiempo que estos representantes del Ejecutivo, el Legislativo, instituciones, patrimonialistas y privados, que trabajan ad honorem, sean superados por la simple cantidad de casos a atender.
Ahí será la hora de pensar en un Consejo ampliado, institucionalizado y capaz de atender semejante demanda. Hay que darle un mandato, un reglamento y una entidad institucional que no tiene. O hay que crear una entidad nueva y representativa, que no sea un organismo estatal sino un lugar de reunión de todas las partes.
También hay que crear legislación para ver cómo se administra el patrimonio. El sistema aprobado este jueves es simple: todo lo edificado antes de 1941 está inhibido hasta que el CAAP autorice la demolición o envíe el caso a la Legislatura para catalogarlo. Pero, ¿cómo se apela una decisión? ¿Con qué ley en la mano el Consejo defenderá sus decisiones? ¿Qué criterios debe seguir para resolver un caso peleado, de tantos que habrá?
Finalmente, hay que castigar al que no haga caso, pero la legislación actual no tiene dientes. El gobierno porteño castiga a los profesionales que participan en una demolición clandestina quitándoles la matrícula en la Ciudad. Para el dueño del bien destruido caben unas multas ya risibles –no se actualizan hace años– y la prohibición de construir más que una pequeña fracción de lo que se demolió. ¿Y si alguien demuele antes de que se catalogue? ¿Qué castigo se hará cumplir? ¿Quién hará las inspecciones especializadas?
Es evidente que más temprano que tarde estaremos hablando de la necesidad de un Código del Patrimonio que marque la cancha y les dé seguridad jurídica a todas las partes. El código que prometió el Ministerio de Cultura porteño luego de la destrucción de la Casa Benoit, en Independencia y Bolívar, duerme como una Blancanieves sin príncipe azul.
Los ingleses aprendieron esto relativamente tarde, en los años sesenta, cuando transformaron un invento chino –una lista de edificios compilada bajo las bombas alemanas, para ver qué valdría la pena reconstruir– en un sistema de catalogación que ya incluye cinco millones de edificios. Las leyes tienen una base muy simple, que dice qué no se puede demoler. Hace más de treinta años, un vivo demolió igual y se encontró con una pared, porque la ley obliga a reconstruir lo destruido, con materiales de época. El vivo se declaró en quiebra antes de gastar semejante fortuna. Fue la única vez que alguien probó los límites de la legislación. La lección fue dura y clara.
Esperar semejante rigor entre nosotros es imposible. No es nuestro estilo. Pero aun así pronto quedará en claro la necesidad de más leyes, de una institución y un cuerpo de inspectores. Por fin nos decidimos a cuidar un tesoro material de muy alto valor, económico y cultural. Ahora hay que cumplir.
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