Un joven llegado de Belfast que se queda por aquí y encuentra un departamento vasto, histórico y en mal estado. Una aventura de reciclado con las ideas en orden da origen a un hotel realmente patrimonial y encantador.
› Por Sergio Kiernan
Justo en la esquina de Sarmiento y Callao hay un viejo edificio que ya vio tiempos mejores, más dignos y cotizados. En 1908, cuando lo estrenaron, el edificio miraba a una avenida de extremada elegancia, con un bosque de cúpulas y tiendas refinadas que hacía impensable el maxikiosco y la panchería. Callao era una señora vía por donde pasaba el tout Buenos Aires, y lo que allí se construía tenía que ser de lo mejor.
Lo que explica la amplitud, la elegancia, las proporciones y los finos materiales de este edificio esquinero. Y también explica que un joven nacido lejos, en Belfast, le echara el ojo y viera, por debajo de la humillación del inquilinato, la potencia del lugar. Kieran Rooney, porteño adoptivo, irlandés padre de pequeños argentinos, terminó abriendo un hotel de mucho carácter en lo que fue, en otros tiempos, el departamento de Leopoldo Lugones.
Cómo se juntaron un nombre como Rooney con uno como Lugones es una historia menos sorprendente de lo que parece a primera vista. Kieran llegó por aquí hace nueve años, coleando un viaje largo, y conoció a Gabriela, que lo afincó en estas pampas. Después de varios años dedicado a expos e impos diversas, el irlandés decidió inmunizarse un poco de la inestabilidad en la danza del dólar, el euro y el peso. Había que hacer algo más local.
Ahí entra el buen ojo del hombre, que en 2006 descubrió en la esquina de Callao y Sarmiento dos departamentos que llevaban siete años en venta. La razón era que estaban ocupados, lo que agregaba la complicación del desalojo. El trámite, pacífico, duró varios meses y recién en junio de 2007 empezaron las obras.
Rooney se encontró con una tarea bastante compleja. Los dos departamentos, de 250 metros cada uno, debían ser unificados y mutados en hotel. Esto implica baños, muchos pero muchos baños en plantas que en su modestia de 1908 consistían en departamentos para familias extendidas que contaban con uno completo y otro para visitas. El ahora hotelero sacude la cabeza recordando las complicaciones de inventar espacios dentro de los ambientes para los baños y hacer lugar para tanta cañería en las bovedillas de la estructura original.
Lo que se ve hoy es de un carácter notable, un interior que sólo puede estar en Buenos Aires. El acceso es sobre Sarmiento, pasando un portón de noble herrería rumbo a un ascensor de jaula. En el tercer piso se desciende a un palier definido por la escalera espiralada, con dos puertas. Una, la que da hacia Callao y era casa de Lugones, es la recepción del hotel.
Adentro habrá catorce habitaciones, todas con baño, más un hall, un comedor y un estar común que toma exactamente la esquina. Entrar al hotel sorprende desde el primer segundo, porque los cielorrasos están a 4,60 metros de altura. Estas proporciones tan verticales, exaltadas, se refuerzan con el viejo truco –hoy olvidado– de las boisseries y marqueterías, que también suben a las alturas. Un ejemplo brillante es el de las carpinterías “arquitectónicas”, con todo y pedimentos, como la de la puerta en la foto de tapa.
Paula Piatti acompañó a Rooney en la peripecia, como decoradora. Un cuerdo principio que adoptaron ambos fue el de no sacar nada original y rescatar todo lo posible. Por ejemplo, cada madera en la casa fue lavada, lijada, tratada y reinstalada. El hotel tiene las pinoteas originales, en algunos casos hasta dadas vuelta donde se habían marcado por el tránsito. Las puertas interiores fueron lavadas con tanta precisión que Piatti y Rooney encontraron unas extrañas marcas bajo tanta pintura: eran inscripciones en alemán, que demostraban que los desarrolladores originales del lugar habían importado materiales del entonces Imperio Austrohúngaro. La madera de las cajas era de tal calidad que la reciclaron para hacer puertas.
Por donde se mire, el hotel tiene objetos de ese calibre. Las puertas de entrada tienen visillos con vidrios europeos estampados en caliente con motivos florales, infinitamente superiores a las malas copias actuales. Cada visillo tiene una hermosa reja de seguridad interior en bronce del bueno. Cada piso que no es de madera disfruta de un buen calcáreo floral o de un granítico perfectamente pulido. En el largo pasillo del departamento “de atrás” –el que se estira por Sarmiento– hay un ventanal con un vitral pintado sobre los vidrios en estilo art noveau. Y sobran picaportes, banderolas y hasta una escalera interna de madera en la cocina.
Los dos departamentos están hoy unidos por un pasillo interno tan bien pensado que parece original, cosa de pintar bien y unificar zócalos para recrear una textura. Los tantos baños nuevos fueron construidos con materiales simpáticos a su entorno, con lo que cada uno tiene una bañera, a veces con patas de león, y sus azulejos blancos terminan en medias cañas con aire a mayólica. Piatti y Rooney se divirtieron madrugando para ir a remates suburbanos y conseguir muebles viejos para su hotel, y terminaron montando un taller de lustrado y encolado de piezas a reparar. Un aspecto grato del hotel es que las habitaciones no tienen la monotonía del equipamiento standard sino un buen entrevero de estilos. O sea que parecen una habitación de la vida real, donde los muebles nunca forman un conjunto perfecto sino que son fruto de una acumulación. Es como si se visitara una casa antigua y bien mantenida.
Rooney agrega clases de tango, actividades, precios cuerdos y desayunos a sus estadías. Cuenta que, con apenas más de un año en el mercado, tiene clientes fieles a los que les gusta lo mismo que le gustó a él de la casa de Lugones: es un lugar intrínsecamente porteño que no imita nada. Y desde cada ventana, sin excepción, se ve el frente de un edificio patrimonial.
Rooney’s Boutique Hotel está en Sarmiento 1775, tercer piso. www.rooneysboutiquehotel.com
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