Nueva York puede ser una ciudad de maravillas, pese a los miles de edificios que se demolieron. Esto es porque sigue teniendo miles de edificios históricos y porque tuvo un gran comienzo de siglo veinte, con joyas de tal escala que resultan indestructibles. No sorprende, por la escala de tiempo, que varios de estos tesoros sean en estilo Art Déco, una escuela que parecía inventada para norteamericanos y que fue practicada con entusiasmo en esas tierras. El Chrysler y el Empire State son pináculos del Déco, y el Rockefeller Center es su catedral.
En medio de lo mejor de la Quinta Avenida, el Rockefeller fue bandera, inversión y sede de esa familia de ricos tan extraña: politiqueros, rapaces, sensibles, coleccionistas de arte, financistas, industriales, los Rockefellers hicieron de todo y terminaron en los bandos más disímiles. Lo que unió a la familia, sin embargo, fue un toque de buen gusto gigantesco, como si fueran unos Di Tella con resto para encargar arquitectura. Su Center fue uno de sus grandes logros.
Pasar por el conjunto de edificios significa pararse en seco simplemente para admirar las puertas, piezas de arte en broncería. Los interiores son igualmente espectaculares, con toda clase de piezas utilitarias –desde las lámparas hasta las puertas de los ascensores, pasando por barandas, marcos de aperturas y mostradores de recepción– creados especialmente para el lugar. En el lobby del edificio central, el famoso 30 Rock, se conservan una serie de murales notables que están siendo restaurados por la célebre firma especializada EverGreene Architectural Arts.
El Rockefeller Center fue diseñado en 1930 y terminado en 1939, con un nivel de detalle que ya ni se puede concebir. El edificio tenía un director de arte, el pintor, diseñador y muralista Edward Trumbull, que hasta se encargó de crear un color de pintura de base para el lobby que funcionara exactamente con los tonos de mármol de los revestimientos inferiores. Por encima de esos waists de piedra, se encargaron los murales.
Para elegir a los artistas, la familia creó un comité que llegó a contactarse con Picasso y Matisse, que no pudieron o pidieron dineros excesivos. Uno que fue aceptado pero terminó pintando a Lenin en el hall fue Diego Rivera, que se llevó el dinero pero vio su obra repintada. Esta historia es bien conocida –hasta está en la reciente película sobre su mujer, Frida Kahlo– pero siempre sin su final: el mural de Rivera fue reemplazado con una maravilla creada por el catalán José María Sert, El progreso americano, completado en 1937.
Sert siguió con un cielorraso notable, el Abolición de la guerra, que muestra una de esas perspectivas que tanto le gustaba crear. Como en los que pintó para los Pereda en los salones de su palacio, hoy embajada de Brasil en Buenos Aires, Sert asombra con la perfección de sus figuras vistas exactamente desde abajo, con un oficio parejo a la tensión dramática. En este caso, una mujer parada sobre dos cañones elevando en sus brazos a su bebé.
Estos murales y los que realizó el inglés Frank Brangwyn, estaban apagados. Cuando terminaron de restaurar los de Brangwyn en el pasillo sur, los especialistas dijeron que “parecía que se había encendido la luz”. Parte del problema era simplemente los setenta años de exposición, pero el mayor culpable era el proyecto de restauración de los años setenta, que había cubierto todo con un barniz que se oxidó y amarronó mucho. Para no repetir el error y para no usar sustancias químicas, los restauradores probaron con un cepillo de dientes eléctrico. Pero las cerdas no removían el barniz y hubo que arrancar todo a mano con dos simples herramientas romas –una de ágata y otra de hueso– de las que usan los encuadernadores para pegar lomos de cuero. Así se está haciendo el lentísimo trabajo.
El peor trabajo será el Sert vertical, justo atrás de los mostradores de recepción. El progreso americano oculta caños y cableados, sufrió humedades varias y fue retocado muchas veces. Restaurarlo será realmente complicado.
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