Sáb 30.01.2010
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El patrimonio a la bahiana

El Pelourinho de Salvador, Bahía, es el mayor conjunto barroco del continente y un barrio vivo, conflictivo y preservado con rigor. Un nuevo sistema de gestión busca combinar patrimonio con soluciones a la pobreza y los problemas sociales.

› Por Sergio Kiernan

Al tope de esa vieja ciudad que es San Salvador de la Bahía de Todos los Santos está su ciudad vieja, que tiene el nombre terrible de Pelourinho, el poste que se alzaba en plaza pública para azotar al esclavo bocón, en público y para que se viera el costo de ser persona. El barrio es hoy una delicia popular, un centro histórico pulsando de vida, con un pedacito para turistas y fiestas públicas y hectáreas enteras de edificios coloniales en todos los estados posibles, de la ruina sin techo a la restauración primorosa. El Peló, como le dicen por aquí, es una prueba tridimensional y ruidosa de que ni queriendo se puede transformar un casco histórico en un museo. El arquitecto mentiroso e interesado, el funcionario tímido y el urbanista pajarón no tienen más que pasar por este caos a la bahiana para darse por enterados de que patrimonio y vida son socios naturales.

Salvador es una ciudad de geografía peculiar. Primera capital de la colonia del Brasil, la ciudad nació arriba de un gran cerro que domina la enorme bahía protegida. El cerro termina hacia el mar en seco, con una barranca pronunciada, con lo que la ciudad de los portugueses era famosa por recibir al navegante con un espectáculo de teleféricos de soga y madera para subir y bajar cargas y personas. Como el puerto está en la perfecta diagonal de los vientos que vienen de Europa, pronto se transformó en parada de rigor para todos los barcos de todas las banderas que viajaban al sur.

La riqueza colonial es fácil de encontrar. Barranca arriba se entra a un universo de casas preciosas y bien construidas, con ocho iglesias de primer orden –ya quisiéramos apenas una de éstas en Buenos Aires– en cosa de trescientos metros. La mayoría absoluta de las viviendas es baja, de planta baja y un piso, con una minoría de dos pisos y alguna que otra de tres. Estas casas son de un planteo muy simple, con muros autoportantes, pocos ambientes muy grandes y techos de teja curva a cuatro aguas que siempre dejan un espacio enorme de cabreadas de madera, como depósito y cámara aislante para el calorón tropical.

Estas viviendas tienen ambientes simples y de proporciones clásicas, y es fácil encontrarlas con sus puertas de tablones de madera dura, sus herrerías martilladas, sus escaleras de madera o azulejos, sus banderolas con rejas decoradas y sus balconcitos hechos con una gran pieza de piedra amarilla, tallados hasta con agujerito para vaciar las lluvias. Todos estos elementos siguen ahí por el sentido común de los bahianos, que así ahorran en reciclado y saben que ningún reemplazo moderno le arriba a la calidad de estas piezas originales.

El Peló tiene edificios gloriosos, que van de la iglesia de San Francisco, literalmente cubierta de oro en hoja, hasta los azulejos de comienzos del siglo XVIII de las salas, vestíbulos y patio principal del convento anexo, los mejores del mundo en su estilo. Por todo el distrito histórico se encuentran bellezas que muestran el calibre que lograron los artistas locales: el espectacular cielorraso de madera pintado en perspectiva de la iglesia de la Señora de la Concepción de la Playa, la entrada del palacete de la Secretaría de Cultura municipal, hecho en piedra, azulejo y madera en el más puro barroco lusitano, o la fachada de la Orden Tercera de los franciscanos, que permite descubrir que los portugueses también tuvieron un plateresco de primera.

Pero la gloria del casco histórico son las cuadras y cuadras de casas comunes, todas bonitas y todas buenas vecinas entre sí. Es una coherencia ya perdida que permite armonía entre la diferencia. Cada casa es única y las hay de varios estilos, alturas y padrones sociales, pero todas tienen aberturas verticales y los balconcitos coinciden en alturas y materiales –-miles de herrería, cientos de material o piedra– con lo que se forman largas líneas. Casi todas las fachadas muestran ventanales de vidrio repartido, los ornamentos se concentran alrededor de puertas y ventanas, abundan los tragaluces decorados. Hasta se ve, aquí y allá, algún edificio construido o remodelado con clara influencia del Art Déco, lo que muestra la vocación de coherencia de los bahianos hasta bien entrado el siglo XX.

Lo que termina de redondear la impresión de conjunto es que las casas siguen a rajatabla la vieja regla europea de que las plantas bajas son algo más altas que los primeros pisos, que son algo más altos que los segundos. Como probó para siempre la casa inglesa tipificada en el siglo XVIII como “rates”, este simple truco tiene el efecto paradójico de crear una sensación de elevación y absorbe cualquier tipo de estilo, excepto el modernismo rupturista. Frente a la Plaza da Sé alguien se ocupó de demostrarlo construyendo un pequeño local de instrumentos musicales completamente en hormigón vidriado. El edificio, de planta baja y dos pisos, parece una caja aburrida y marrón entre sus vecinos coloniales, y es un edificio que zumba, gastando fortunas en aire acondicionado bajo el solazo bahiano. Los demás edificios del lugar casi se ríen, ya que son máquinas de crear vientos internos, con pasillos que funcionan como túneles de viento y reparten aire fresco a los ambientes. Es notable la sabiduría de los alarifes que alzaron estas casas para un clima caliente.

Lo que se ve hoy caminando el distrito histórico es muy claro. Hay un eje turístico que va más o menos de San Francisco al “largo” do Pelouri-nho, donde está la famosa casa de Jorge Amado. En estas callejas se concentran los restaurantes, los infinitos negocios para turistas, los diversos edificios del Olodum, y algunos museos. En cuanto se sale de esta pequeña zona de callejas dispares, se ven edificios notables impecablemente restaurados por dineros privados o públicos –el hotel Pestana ocupa ahora el formidable Convento do Carmo–, algunas sedes empresarias o culturales en caserones mayores, y decenas y decenas de casas de todo tamaño y valor. Allí no viven ni yuppies ni turistas sino la gente que siempre vivió allí, con lo que el distrito histórico de Salvador sigue siendo una ciudad negra y más vale pobre, con las violencias, drogas y patologías sociales esperables, y una vieja colonia artística muy asentada.

Pero más allá de este segundo cordón más o menos restaurado, el Peló sigue en ruinas, con una población que vive en caserones que sólo tienen una canilla en el patio, con cables de luz pegados a las paredes y un evidente problema de desagües. Aquí es donde se empieza a apreciar la complejidad del problema de gestionar un casco histórico que es un barrio vivo, plenamente sumergido en el gran problema brasileño y nordestino, que es la pobreza. Y en Bahía, cuándo no, la situación tiene una complejidad peculiar.

El sistema de preservación brasileño nació hace unos cuarenta años, en plena dictadura militar. Una ley federal decretó que los cascos históricos de las ciudades brasileñas debían ser preservados y se catalogaron sectores enteros en decenas de ciudades, a nivel federal. La ley ordena que estos barrios catalogados sean administrados y mantenidos por las intendencias locales, que pueden pedir fondos y ayuda técnica al Iphan, el Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional. Conjuntos increíbles como los de Minas Gerais y Pernambuco fueron preservados así.

Pero en Bahía gobernaba el increíble Antonio Carlos Magalhaes, más conocido como ACM, que cuando se aburrió de ser gobernador por treinta años se hizo elegir senador y puso a su hijo al frente de Bahía. ACM fue un megapolítico bonaerense, un Quindimil con una provincia importante escriturada de por vida y un metido en todo. Hasta en el patrimonio: cuando le explicaron de qué iba la ley de preservación, decidió puentear al intendente, que él había puesto a dedo, y comenzar las restauraciones directamente a nivel estadual. Su paternalismo lo llevó a expropiar cientos de edificios, arreglarlos y dárselos a sus habitantes en alquiler subvencionado. En pocos años se descubrió que Bahía no tenía esas fortunas para gastar en subvenciones, con lo que se hizo un plan para venderles las casas a sus habitantes. El banco local creó créditos, todo el mundo pagó un par de cuotas y todo el mundo descubrió que si dejabas de pagar nadie te echaba. Con los años, ACM probó un par de veces reciclar los créditos y luego se resignó.

Nadie vive para siempre y las dinastías políticas también terminan. El PT acaba de ganar por primera vez la gobernación de Bahía y el nuevo gobernador, Jacques Wagner, decidió normalizar la gestión del Pelourinho. El nuevo instrumento de manejo es la Oficina de Referencia del Casco Antiguo, fundada en presencia de cuatro ministros nacionales, seis estatales y todo el gobierno municipal. La Oficina tuvo prioridades realmente insólitas, como lograr que la municipalidad recogiera la basura y barriera las calles del distrito histórico, tareas que ACM les había encargado a empresas amigas y de las que la ciudad se había desentendido hace años. Luego, se pusieron a preparar un plan de manejo que abarque todo el casco histórico y no apenas la zona catalogada a nivel federal, con lo que el área de intervención se multiplica por seis.

El plan de manejo, a cargo de Beatriz Lima, busca tratar el casco histórico como un barrio más en el sentido de los servicios e infraestructura. Uno de los problemas más complejos, explican en el Instituto del Patrimonio Artístico de la Ciudad, socio en la Oficina, es qué hacer con los cientos de edificios estatizados por ACM: al Instituto, pobre, ya le habían encajado 180, aunque el ente tiene un presupuesto casi argentino. El nuevo gobierno busca una solución más viable para el problema de la vivienda y la preservación, lo que implica entre otras cosas crear una autoridad más clara para el patrimonio.

Lo curioso del asunto es que nadie tiene muy en claro qué castigos hay para quien infrinja las catalogaciones con esas obras tan destructivas que abundan en Buenos Aires. Los funcionarios bahianos explican que eso simplemente no pasa, que es raro ver refacciones dañinas y que a nadie se le ocurrió nunca hacer una demolición clandestina. Simplemente, el que quiere vivir en el casco histórico quiere una casa histórica, no un loft, con lo que el sistema funciona solo. Las obras públicas muestran un cartel donde se explica qué se hace, quién lo paga, quien está cargo de la obra y, detalle notable, qué funcionarios del estado están a cargo de inspeccionar el rigor histórico de los trabajos.

Y cuando escucharon que el director del Casco Histórico porteño quisiera sacar los empedrados de las calles de San Telmo, los brasileños enmudecieron de asombro. La mayoría de las calzadas del Peló exhiben su empedrado colonial o imperial, de piedras chuzas y puntiagudas que hacen realmente difícil caminar. A nadie se le ocurriría cambiarlas, como nadie puso postes de alumbrado y las viejas farolas de ménsula se cambiaron por versiones más nuevas pero en estilo.

Bajo el sol bahiano, entre el samba y el Carnaval, hay un rigor que no conocemos.

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