Demolieron, los denunciaron y clausuraron, volvieron a demoler. Ahora hasta puede haber una causa penal. Los vecinos volvieron a salvar una situación que tiene una fuerte lógica económica para la piqueta.
› Por Sergio Kiernan
La Ciudad de Buenos Aires parece tener sectores que volvieron al estado natural, ese en que la vida es corta, brutal y violenta. Esto pasa cuando se ignora por completo la ley, cuando ciertas personas se ponen, más que por encima, por afuera del sistema y simplemente le dan para adelante con sus deseos. Es lo que acaba de pasar con una fábrica en Perú 1646, pleno APH 1, donde unos vivos comenzaron una demolición de prepo. Fueron denunciados por los vecinos, con intervención de la Defensoría del Pueblo. Fueron clausurados por Desarrollo Urbano con una velocidad llamativa. Y después volvieron a empezar la demolición. Terminaron con la Federal y un fiscal clausurando el lugar por segunda vez y una causa abierta en la Procuración porteña a ver si no enfrentan una denuncia penal. Seguir la lógica burocrática y económica de este caso permite entender por qué es tan conveniente pasarse las leyes por las partes.
Lo primero que hay que entender es que el terreno es grande, lo que susurra a sus dueños “torres, torreeees...” hasta desvelarlos. Cualquier pajarón entiende que a mayor terreno, mayor altura y mayor edificio, pero a esos mismos pajarones les cuesta entender que también importa el marco legal del terreno en cuestión. ¿Por qué van a perder plata? ¿Por un párrafo en una ley?
Pero esa cuadra de Perú todavía está en el Area de Protección Histórica 1, el distrito histórico de la Ciudad, con lo que no se puede demoler y listo. El lugar tiene un régimen legal particular, usos prohibidos y varias más de esas cosas llamadas límites que tanto odian los especuladores. Para peor, la zona se está llenando de torres fomentadas por el gobierno porteño, que sigue pensando que a mayor densidad, todo va mejor y que se dañe el patrimonio.
La cosa es que a fines de enero, los vecinos vieron que iba desapareciendo el techo y corrieron ligeritos a la Defensoría del Pueblo porteño. El 27 estaban hablando con el defensor adjunto Gerardo Gómez Coronado, que tiene el mandato de cuidar la calidad de vida de los barrios y es un defensor del patrimonio edificado. Gómez Coronado le mandó de inmediato un fax a la Dirección General de Fiscalización y Control de Obras del ministerio de Desarrollo Urbano y envió al lugar a un miembro de su equipo técnico, que constató que los vecinos no exageraban.
Para asombro general, la Dgfyco actuó con rapidez y el 29 estaban clausurando la obra. Los vecinos se reunieron para felicitarlos y los funcionarios les explicaron que basta marcar el 147 en cualquier teléfono para poder hacer denuncias sobre este tipo de desmanes. Todos se quedaron felices, pero poco duró: en los primeros días de febrero ya estaban de vuelta destruyendo los interiores de la fábrica.
Los vecinos se volvieron a comunicar con Gómez Coronado y el defensor adjunto volvió a llamar a la Dgfyco. A la vez, abrió una actuación, la 736/10, para enterarse por escrito y formalmente de qué estaba pasando. Desde la Ciudad se aparecieron con inspectores, con un fiscal y con policías federales, y determinaron la clausura “definitiva” de la obra. El 10 de febrero, Desarrollo Urbano le elevó el caso a la Procuración porteña, para ver si correspondía hacer la denuncia penal por poner en riesgo vidas humanas en una obra sin controles ni permisos. Ese mismo día, en la página web del ministerio apareció un comunicado contando estas medidas, como para ir avisando que estos ilícitos se pagan.
Lo cual no es, estrictamente hablando, lo típico. La falta de control de la industria de la construcción es tal que el caso de la calle Perú es excepcional. Según parece, todas las demoliciones clandestinas que se detienen y sancionan son denunciadas por vecinos cada vez más movilizados por el patrimonio. Si los vecinos no levantan el teléfono y hacen ruido, la Ciudad no tiene ojos ni oídos, ni mecanismos para sancionar a los que demuelen y luego se aparecen lo más campantes a pedir permisos de construcción y obra nueva.
Donde no hay vecinos, es muy fácil ignorar a la Ciudad y a la ley. Como bien saben los lectores de m2, en Buenos Aires no se puede demoler nada anterior a 1941 sin un trámite especial. Este logro, pensado y capitaneado por la ex diputada Teresa de Anchorena y llevado a la sesión para ser votado por el PRO, nada menos, molestó muchísimo a los vándalos y a entidades que se portan como corporaciones –aunque declaman el Modulor de memoria–, como el CPAU.
Pero pronto aprendieron a relajarse. Resulta que el nuevo trámite empieza y termina en el Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, una entidad ad honorem que tiene que decidir si algo es patrimonio para girarlo a la Legislatura, o si no lo es, con lo que la demolición se autoriza. Los vándalos y especuladores ya le tomaron el tiempo al CAAP, que resultó miope e ideologizado: les cuesta ver el patrimonio y sienten en los huesos que todo lo nuevo es mejor.
Resulta que el CAAP no es ningún escollo a la piqueta, excepto que se trate de edificios notables, bellos, indisimulablemente valiosos. Al principio prometieron cuidar los conjuntos y hasta dijeron entender que el patrimonio porteño se compone de muchas casas que, individualmente, no tienen gran valor, pero que forman una identidad construida. Faltaron a su palabra y por toda la ciudad se ven cuadras bajas, bien preservadas, a las que les demolieron una casa para hacer una torre. Y una vez roto el conjunto, el CAAP autorizará demoler el resto...
Lo que parece nunca fallar es baquetear lo más posible el predio a demoler, con lo que se entiende la pasión por el hecho consumado de bandidos como los de Perú al 1600. Evidentemente, lo que querían hacer era pedir permiso para terminar de arrasar una tapera roñosa que ellos mismos crearon. Y seguramente lo iban a lograr, porque el CAAP no piensa en castigar estos abusos, no piensa en términos de políticas públicas y no piensa en el mandato que recibió por un inmenso esfuerzo de legisladores y vecinos.
Apenas piensan en cada pieza individual. Y por eso les meten el dedo en la boca.
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