› Por Facundo de Almeida*
Para los que desde una supuesta visión progresista avalan demoliciones y se benefician con los negocios inmobiliarios que ello supone, la defensa del patrimonio arquitectónico es un acto elitista y casi snob, pero su preservación tiene una indiscutible función social y no sólo por el valor simbólico y económico que representa.
En los últimos 50 años no hubo respuesta para quienes no tienen vivienda o, en el mejor de los casos y con algunas excepciones, se expresó en la construcción de viviendas sociales de mala calidad y peor diseño, provocando con frecuencia “daños colaterales” como ocurre en Fuerte Apache. ¿Acaso vivir en una casa bella y de calidad es un privilegio reservado a los que tienen poder adquisitivo? Quienes planearon, diseñaron y construyeron el Barrio Rawson o el Barrio Los Andes en las primeras décadas del siglo XX creían que no.
En Bélgica, por citar un caso actual, piensan distinto. La Municipalidad de Bruselas desarrolla proyectos para revitalizar áreas deprimidas de la ciudad, incluyendo la restauración de edificios patrimoniales para vivienda social, muchos de los cuales tienen sus plantas bajas afectadas al comercio y las altas clausuradas, generando una cantidad enorme de metros cuadrados ociosos. Este problema también existe en Buenos Aires. El barrio de Monserrat, por ejemplo, es uno de los que tiene menor tasa de habitabilidad, y San Telmo, si sigue en las manos desaforadas del mercado y con un gobierno que lo alienta, va por el mismo camino.
En Bruselas muchas familias carecen de recursos para acceder a una vivienda, pero en la monárquica capital europea han implementado un programa para recuperar edificios y posibilitar que sus ocupantes actuales o futuros vivan en edificios de calidad y en condiciones dignas. El procedimiento es sencillo: el gobierno los restaura y luego los alquila o vende a través de subsidios o créditos blandos.
Este programa cumple con otra imprescindible función social, generar fuentes de trabajo poniendo en manos de los ocupantes las tareas de restauración, algo que provoca un doble efecto positivo: se los califica como oficiales restauradores y se promueve el compromiso de cuidar la obra realizada con sus propias manos. El municipio también se dedica a mejorar el espacio público y crear, en algunos de estos edificios, equipamientos colectivos como los Centros de Formación Multidisciplinaria para Adultos o de destinarlos a sedes de organizaciones barriales, mejorando así la infraestructura y la calidad de vida en la zona.
Una experiencia latinoamericana, donde además interviene fuertemente el sector privado, es el de México D.F. Allí una fuerte decisión del Estado local, en manos de los ex comunistas del PRD y un empresariado sensato que hace negocios sin destruir la gallina de los huevos de oro, ha impedido la gentrificación del Centro Histórico, garantizando que los habitantes originales permanezcan en sus casas y que en los edificios reacondicionados como viviendas se instalen estudiantes, artistas, jóvenes y familias en busca de viviendas accesibles.
En Buenos Aires tenemos un ejemplo. Una las cooperativas de vivienda que integran el Movimiento de Ocupantes e Inquilinos adquirió hace más de diez años un inmueble ocupado –en pleno Casco Histórico– que era propiedad del gobierno de la ciudad. No lo demolieron ilegalmente para construir una torre, como hubiera sucedido si caía en manos de los depredadores inmobiliarios. Los nuevos propietarios desarrollaron un proyecto de restauración del edificio y del entorno, para tener una vivienda digna y que el barrio recuperara un edificio valioso.
¿Es factible implementar en Buenos Aires un programa similar al de Bruselas? El gobierno de la ciudad posee miles de inmuebles –muchos de ellos ocupados por personas sin vivienda propia– que podrían ser restaurados mediante proyectos de autogestión financiados con el presupuesto del Instituto de la Vivienda.
Este organismo y sus antecesores en la materia no han demostrado capacidad de solucionar el problema habitacional por las vías tradicionales. ¿No es hora de innovar y aplicar una política que garantice dos derechos sociales al mismo tiempo, como son el acceso a una vivienda digna y la preservación de nuestra identidad cultural?
El jefe de gobierno y sus funcionarios, que hasta ahora no han mostrado una política activa en materia de vivienda social, como tampoco sucedió con sus antecesores inmediatos, deberían preguntarse, parafraseando al presidente Obama: “¿Cuál es el momento adecuado? Si no es ahora, ¿cuándo? Si no somos nosotros, ¿quiénes?”.
En Bruselas, en México y en el Movimiento de Ocupantes e Inquilinos ya encontraron la respuesta: patrimonio arquitectónico y vivienda social pueden ir de la mano.
Licenciado en Relaciones Internacionales. Magister en Gestión Cultural por la Universidad de Alcalá de Henares. http://facundodealmeida.wordpress.com
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