› Por Facundo de Almeida *
Los depredadores inmobiliarios que destruyen a su paso la Ciudad de Buenos Aires son asesorados por arquitectos que han pasado por la universidad sin ninguna formación específica que les permita valorar el patrimonio edificado y mucho menos tener los conocimientos necesarios para restaurarlo.
Los expertos en restauración patrimonial –que los hay y muy buenos– son autodidactas o se han formado en instancias de posgrado, guiados por la pasión y entusiasmo personal, y tienen los recursos para costearse esa especialización. La universidad pública, laica y gratuita no enseña a cuidar nuestro pasado.
Muchos arquitectos demuelen edificios patrimoniales por simple ignorancia. Pero otros, que profesan ideologías que podríamos calificar como progresistas, ven en este acto de destrucción –sobre todo en el caso de Buenos Aires, cuyo patrimonio de fines del siglo XIX y principios del XX es tan abundante– como un triunfo sobre la “aristocracia ganadera” y sobre la ideología de los gobernantes de aquella época que mandaron construir esos inmuebles. En definitiva, repiten la historia, pero con una gran diferencia: ni siquiera –en la mayoría de los casos– legan con sus obras un patrimonio para el futuro. No hace falta más que ver, más allá de consideraciones de diseño, el estado en que se encuentran numerosos edificios construidos en los ’60 y ’70. Y ni pensemos qué puede llegar a pasar en poco tiempo con los edificados en los ’90.
La valoración del patrimonio –como de casi todo– es subjetiva y está teñida de posturas ideológicas, pero ya es cosa aceptada en la teoría y en la práctica –legislación mediante– que el patrimonio arquitectónico no se limita a las grandes residencias y edificios públicos, y que comprende también obras realizadas en épocas posteriores, incluso antagónicas desde lo ideológico a la Generación del ’80.
Por otra parte, la mayoría de las obras de las primeras décadas del siglo pasado no fueron construidas por grandes terratenientes, sino por simples ciudadanos que recurriendo a sus propios conocimientos o al de ingenieros, arquitectos y simples constructores, con capacitación y buen criterio, dieron a la ciudad una cantidad enorme de pequeñas joyas art nouveau, art déco, casas chorizo y edificios de renta, entre otros estilos y tipologías.
La vivienda social de la primera mitad del siglo XX por su diseño, materiales y concepción arquitectónica, que contemplaba la calidad de vida de sus futuros habitantes independientemente de su poder adquisitivo, algo que en la actualidad no ocurre, son también piezas del patrimonio arquitectónico de Buenos Aires y hoy se cotizan como tales.
Los arquitectos supuestamente progresistas –también hay de los otros– que hoy demuelen la ciudad son los mismos que afirman que sólo deben protegerse unos pocos edificios, aquellos que tengan una espectacularidad, singularidad y firma prestigiosa que los convierta en piezas valiosas de la arquitectura.
¿Acaso el patrimonio sólo debe conservarse cuando se trata de edificios públicos o de grandes residencias habitadas por quienes antes y ahora tienen mayor poder adquisitivo? ¿Ese no es un pensamiento elitista, muy parecido al de los terratenientes de antaño que ellos pretenden combatir?
La distribución geográfica de la buena arquitectura en la ciudad, que a diferencia de otros casos en el mundo no está exclusivamente concentrada en un casco histórico, hace de Buenos Aires una ciudad con un patrimonio democráticamente repartido, y por lo tanto lo democrático y progresista es protegerlo.
* Licenciado en Relaciones Internacionales. Magister en Gestión Cultural por la Universidad de Alcalá de Henares. http://facundodealmeida.wordpress.com
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