Vidrio y color
Una nueva colección de lámparas Tiffany llegó al país. Son las herederas de una tradición art nouveau que inauguró, a mediados del siglo XIX, Louis Comfort Tiffany, el hijo del dueño de la gran joyería, quien se ganó su propio espacio en la historia del diseño norteamericano.
› Por Sandra Russo
En l837, un tal Charles Lewis, de apellido Tiffany, ya era conocido en su ciudad natal, Nueva York, como “El rey de los diamantes”: compraba joyas a los reyes europeos cuando abandonaban sus tronos y los hacía circular entre las familias millonarias norteamericanas, que por efecto traslativo eran bendecidas, así, con un toque de nobleza. Desde la presidencia de Abraham Lincoln, el señor Tiffany asesoró a los presidentes del Norte en materia de alhajas y regalos destinados a jefes de Estado extranjeros. En ese año el buen Charles fundó Tiffany, su propia joyería, y entonces, lentamente, su apellido comenzó significar, para el mundo entero, lujo y refinamiento en el naciente código del “american way of life”.
Ya bajo el signo inequívoco de su apellido, creció el hijo de Charles, Louis Comfort Tiffany (l848-l933). Su infancia transcurrió en Nueva York, pero muy joven emigró, como no podía ser de otra manera tratándose de un joven rico y con inquietudes artísticas, a París. Antes, había estudiado pintura con los artistas estadounidenses George Innes y Samuel Colman. En París siguió estudiando arte, pero su espíritu aventurero, convenientemente asistido por su bolsillo de hijo de millonario, lo llevaron a España, Marruecos, Palestina, Egipto e Italia. Tal vez él no lo sabía entonces, pero en esos viajes estaba germinando en su interior el entramado de paisajes y colores que más tarde volcaría a sus creaciones más estimadas: las lámparas Tiffany.
El norte de Africa y los aires moros del sur de España dejaron su huella en el joven Tiffany, que llegó a ser reconocido como el artista art nouveau norteamericano por excelencia. El vidrio y el color fueron sus preocupaciones centrales: investigó las técnicas vitralistas del siglo XIV, experimentó con nuevas fórmulas, varió los niveles de transparencia, logró, finalmente, vidrios y cristales opalescentes que se convirtieron en su marca: el avrile glass, en el que el color surge desde adentro del vidrio, fue su gran herramienta para generar objetos de arte.
A su regreso a Nueva York, Louis Comfort fundó una fábrica de vidrio, el Tiffany Studio, en el que llegaron a trabajar cien artesanos. No más, porque su empresa paralela a la gran joyería de su padre, de la que fue jefe de arte, nunca perdió su sello artístico. En esa época, en Estados Unidos, había un enorme entusiasmo religioso. En las miles de capillas de diferentes credos coincidían vitrales. Durante los primeros años del Tiffany Studio, los vitrales para iglesias, bibliotecas y hogares particulares tuvieron el mismo buen recibimiento que las lámparas, en las que Comfort desplegó su lenguaje art nouveau: los vidrios reproducen formas de capullos, glicinas, lotos, tallos, magnolias, raíces, plumas de pavos reales, libélulas, lirios y telarañas.
La explosión creativa y empresaria de los Tiffany siguió su curso hasta que estalló la Primera Guerra. La austeridad y la crisis que siguieron impusieron otra estética. El funcionalismo dejó fuera de juego los vidrios voluptuosos y bucólicos art nouveau durante décadas, hasta que a mediados del siglo pasado esas formas fueron revaloradas en su justa medida, ya reinantes en el mundo sin modas de lo clásico. El precio record pagado por una lámpara Tiffany fue de algo más de medio millón de dólares, en l985, en una subasta de Christie’s.
Ahora, en Buenos Aires, Leonor Berelsonas (el teléfono de su showroom es 4978-3915) acaba de traer como importadora exclusiva una nueva colección de lámparas Tiffany, que consta de 35 modelos y estilos diferentes. Clásicos, contemporáneos, de mesa, de escritorio, todas pertenecientes a la producción 2002, que se lanza simultáneamente en Estados Unidos. Lo que las une, como siempre, es el vidrio y su color.