A trece años de su cierre, la Confitería del Molino puede volver a la vida. Diputados consensuó al fin un proyecto para expropiarla que incluye una concesión para que reabra el famoso bar.
› Por Sergio Kiernan
El Congreso de la Nación, solemos olvidar, también tiene poderes sobre la Ciudad de Buenos Aires. Una de las razones de este olvido es que el Legislativo raramente se ocupa de temas porteños, aunque está enclavado en pleno centro y en uno de los edificios más patrimoniales que tenemos. Y que además está enfrente de otra obra maestra, la Confitería del Molino, que gris tras el olvido se sigue oxidando. Pues esta semana Diputados se acordó de la vecina y pasó por comisiones un proyecto para expropiar y darle nueva vida a la obra maestra de Gianotti. Como de yapa, también propusieron una modificación a esa ley medio olvidada que prohíbe demoler un teatro sin construir otro, que lleva cincuenta años en los libros pero nunca fue reglamentada.
La torre de Callao y Rivadavia es una de las grandes bellezas de Buenos Aires y una pieza realmente original del Art Nouveau tardío, en su variante más personal. El edificio de Francisco Gianotti surgió de una aventura familiar que comienza, para variar, con un italiano, Cayetano Brenna, que llega y gradualmente se hace la América. La clave fue su confitería del Molino, abierta en Rodríguez Peña y Rivadavia cuando todavía le quedaba algo de poder a Rosas –y la esquina se conocía como Federación y Garantías–. En 1904, con Cayetano junior al frente, la panadería se muda a un local en Callao casi Rivadavia y con la prosperidad Brenna compra los terrenos linderos, uno chico sobre Callao y otro mayor sobre Rivadavia. Con el comienzo de la Primera Guerra Mundial, los Brenna le encargan una nueva y monumental sede a Gianotti, con megalocal, primer piso de salón de fiestas y cuatro pisos de edificio de renta.
Lo que el arquitecto les crea es una perla urbana, un edificio llamado a ser icono. El Molino no sólo abraza su esquina de una manera que ya nadie parece recordar cómo se hace, sino que tiene la marquesina más bonita de la ciudad, junto a la de Gath & Chaves pero más pícara. El edificio es de una rotunda textura, rítmico y sereno, pero el postre está en su remate: la notable bohardilla y la muy, muy famosa torre, que fue un símbolo de audacia y modernidad en su momento.
Para mejor, los Brenna reabrieron su confitería dispuestos a hacer historia. La decoración de interiores del lugar es literalmente única en las Américas, con una escalera al primer piso trabajada como una escultura a gran escala. En el Molino se comía bien, se hacía cola para el pan dulce, se tomaba café y se hacía mucha, mucha política, que por algo estaba enfrente del Congreso. El lugar era una institución impermeable a los cambios y pasó la locura colectiva de los sesenta y setenta –cuando se tiraban robles para poner fórmicas– inalterado, lleno, facturando.
Con lo que es un misterio de novela policial entender por qué cerró en 1987. El lugar era ya fantasmático, pero de ninguna manera irredimible, con problemas típicos de recambio generacional y solucionables con algo de energía, algo de relaciones públicas y relanzamiento. Pero cerró a cal y canto, quedó oscuro y deteriorándose, un elefante blanco con una marca que todavía suena potente pero nadie utiliza.
Con el tiempo fueron surgiendo ideas para reutilizarlo. Según se pudo saber, los dueños se negaron a venderlo con ninguna oferta, y no hubo caso de mediaciones o arrimadas. Tampoco aceptaron reabrirlo ellos, en una actitud de difícil comprensión. Los proyectos de expropiación naufragaron entre pudores de tomar la propiedad privada y vagos proyectos de Centro Cultural. Finalmente, surgió con claridad la idea de que lo que vale es reabrir la confitería, concesionada a una firma que le devuelva su gloria y preserve religiosamente su interior y aspecto, y “dividir” el resto del edificio para otros usos.
Es lo que pasó esta semana, al fin, cuando las comisiones de Cultura y de Presupuesto y Hacienda de Diputados tomaron los cuatro proyectos sobre el Molino que circulaban por la Cámara y los unificaron en un despacio que salió bien votado, con abundante presencia de miembros y por unanimidad. Los proyectos eran de Piemonte, Pérez, Iglesias, Carrió y Gil Lozano; Coscia, Kunkel, Recalde, Cigogna, Gullo, Conti y García; Gioja y Ferra de Bartol; y Cortina y Alfonsín. La gran diferencia estaba en que algunos contemplaban explícitamente reabrir la confitería y otros no.
El proyecto consensuado simplemente suma y ordena declarar de utilidad pública y sujeto a expropiación a la confitería y a su marca, instalaciones y muebles, con su valor tasado por el tribunal correspondiente de acuerdo con la ley 21.499. Hecho esto, el Ejecutivo tendrá que disponer “en forma inmediata” de los fondos para pagar el edificio y sus contenidos, y restaurarlo “incluidas la fachada y la cúpula”. El siguiente paso será concesionar la confitería en sí –tres subsuelos, el local y el primer piso– “para su uso exclusivo como confitería, restaurant, elaboración de productos de panadería, pastelería y helados, salón de fiestas y usos complementarios permitidos por la normativa vigente”. El concesionario “deberá garantizar la conservación integral de las características de estilo, ornamentos y decoración originales”.
El resto del edificio le queda al Congreso “para la creación de un espacio de promoción cultural, actividades educativas, artísticas, de extensión legislativa, tendientes a fortalecer la vinculación entre ambas Cámaras y la ciudadanía”. Para vigilar que la restauración esté bien hecha, se crea una comisión de cuatro senadores y cuatro diputados.
Según calculan en el Congreso, este proyecto puede llegar al recinto antes de fin de año, con lo que podría ser ley pasado el verano. Con lo que la Cenicienta del Molino al fin podría ir despertándose.
Quien hayan seguido la batalla por el teatro del Picadero, amenazado por otra de esas cosotas grandotonas que Mario Roberto Alvarez llama edificios, recordará que finalmente se hizo un arreglo para que siguiera existiendo un espacio teatral en la callecita curva. Hizo falta un arreglo porque hay una ley que manda reemplazar uno a uno cada teatro, pero nunca fue reglamentada, con lo que todo queda a la buena de Dios. Es notable: la ley se pasó en los tiempos prehistóricos de Guido y nadie se molestó en reglamentarla.
Con lo que resulta práctica la idea de las comisiones de Cultura y de Legislación General de adoptar el proyecto de ley de los diputados Piemonte, Iglesias, García, Bullrich y Gil Lozano, para directamente modificar la ley 14.800 y hacerla de cumplimiento directo. El nuevo texto dirá, entonces, que “en los casos de demolición de salas teatrales, el propietario de la finca debe construir en el nuevo edificio un teatro de características semejantes a la sala demolida, el que debe contar como mínimo con la misma cantidad de butacas y un espacio escénico de dimensiones equivalentes a las del teatro preexistente”.
Clarito, ¿no? Pero el proyecto avanza contra la siguiente trampa que hacen los desarrolladores y ordena que el plazo para construir el teatro sea de 365 días corridos a partir del permiso de demolición, con una sola prórroga posible a firmar solamente por el secretario de Cultura a nivel nacional, con intervención previa del Instituto Nacional del Teatro. Y por las dudas, la ley aclara que si uno vende un teatro y “la finca”, como dice la anticuada y encantadora frase legal, es vendida y revendida por otros, la obligación no cesa.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux