Sáb 29.10.2011
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Una historia inesperada

Hoy es como una norma de paredes blancas y pocos muebles, pero hace casi un siglo fue una revolución del diseño. Y una que tuvo como centro a una chilena nacida en Bolivia, emparentada con argentinos y con una vida en París.

› Por Sergio Kiernan

Si este libro lo hubiera escrito alguien nacido o criado de este lado de la mar océano, se lo podría descartar como un ataque de amor propio. Pero el lindo tomo de Ediciones Larivière es la traducción del muy británico The Stylemakers y su autora es Mo Amelia Teitelbaum, una historiadora que terminó escribiendo sobre diseño y sobre personas –autores, coleccionistas, marchands, mecenas– que tuvieron tremenda influencia pero quedaron arrumbados en el desván. De ese mismo ático, Los creadores de un estilo: Minimalismo y modernismo clásico 1915-1945 rescata a la formidable Eugenia Errázuriz, chilena nacida en Bolivia de familia entrecruzada con argentinos que tuvo su salón en París y es una de las raras personas que parecen haber tenido gusto absoluto, como Mozart tenía el oído.

Hace casi cuarenta años, la autora se estaba especializando en historia de la Indochina francesa cuando conoció, casi por casualidad, a la diseñadora irlandesa Eileen Gray, que tenía 96 años y era una nota al pie en las historias del diseño (tipo “la única mujer”). Teitelbaum le hizo una nota para el Sunday Times, con lo que la redescubrió, dio pie a varios libros sobre sus creaciones y generó una apreciación que hace que un mueble de Gray pueda costar hoy varias decenas de miles de euros. El resto es una carrera de investigación muy marcada por el primer modernismo, que incluyó seis años de viajes a estos pagos para contar la historia de Errázuriz.

La historia que cuenta Teitelbaum transcurre en esferas de lo más elitistas, en la época en que los ricos latinoamericanos querían forjar una cultura, que sería afrancesada pero implicaba inversiones en serio en arte, arquitectura y entidades de difusión. Eugenia nació en Bolivia en 1860 con sus padres manejando negocios mineros hasta 1865, cuando volvieron a Chile por una revolución boliviana. La niña, por entonces de apellido Huici, se crió convencionalmente con un sólo detalle llamativo, que las monjas de su colegio eran inglesas, con lo que le quedó el idioma. A los veinte se casó con José Tomás Errázuriz, diplomático y pintor que fue de los primeros en mostrar el raro gen del arte que tuvo esa familia. José Tomás era primo del Matías casado con una Alvear que terminó creando una casa y una colección tan notables que siguen entre nosotros como el Museo Nacional de Arte Decorativo.

El joven matrimonio pasó añares en Europa, primero en Londres y luego más definitivamente en París. Desde el primer momento se encontraron en el centro de la escena cultural, con la casa convertida en salón literario y de artistas, y un ir y venir de necesitados –de recomendaciones, de reconocimiento, de una buena comida– que luego se harían famosísimos. Para dar un ejemplo, desde los noventa comenzaron a abundar las tesis doctorales explicando que Picasso no hubiera sido Picasso sin su amistad con Eugenia, a quien retrató más de una vez, a quien le regaló una habaitación entera de murales en su casa de campo, y a quien, excepcionalmente, escuchó en temas creativos.

Todo esto ocurría en los albores de la Primera Guerra Mundial, cuando Eugenia era ya una señora madura, con los hijos grandes y con un par de cosas aprendidas. Contagiada tal vez por el vanguardismo de quienes la rodeaban, hizo algo drástico: transformó su casa en algo radicalmente distinto a cualquier otro interior visto hasta entonces. En 1915, el departamento de los Errázuriz en París era blanco, con pisos encerados casi sin alfombras, con las molduras reducidas al mínimo, unos pocos muebles aquí y allá, y un par de Picassos en las paredes. Solita su alma, la señora creó un estilo y el efecto fue tectónico.

Lo que hay que entender es que cualquiera puede redecorar un ámbito y ser rupturista y talentoso, pero la cosa es que alguien se entere del nuevo estilo. Eugenia estaba en el lugar exacto. Por ejemplo, cuando se estrenó La Edad Dorada, Luis Buñuel le mandó una invitación especial, con lo que la chilena terminó sentada con Dalí, Miró, Cocteau, La Rochelle, Ravel, Milhaud, Cole Porter, Poulenc, Duchamp, Breton, Man Ray, Giacometti, Malraux, Leger, Braque, Brancusi, Ernst, Gide, Le Corbusier, el cubano Alejo Carpentier, Gertrude Stein y coleccionistas de fuste como Nancy Cunard y Tota Atucha. Faltaba la todavía jovencita Victoria Ocampo, que sería amiga cercana y por algo pintaría de blanco la casona de San Isidro heredada de los padres.

Con lo que su departamento blanco fue simplemente un furor y el acto fundacional de un estilo. Aquí entra otro amigo, el muy talentoso Jean Michel Frank, hijo de refugiados judíos que se esparcieron por medio mundo y terminaron dándole una sobrina holandesa llamada Anna. Este Frank se transformó en el primer diseñador minimalista y moderno al crear un taller con amigos como Man Ray, Alberto Giacometti –¡que le hacía lámparas!– y hasta Dalí, pintor de biombos excepcionales. Eugenia le presentó a quien sería su otro gran socio, el argentino Ignacio Pirovano, que acababa de renunciar al Derecho para tratar de ser pintor. Pirovano terminó creando en Buenos Aires en 1932 la firma Comte, así llamada por su nana francesa, que se dedicó a importar, copiar y variar las creaciones de Frank.

Para dar una idea de la influencia de Comte, los contratos incluyeron el mobiliario del Llao Llao, del casino de Mar del Plata y del Banco Nación de la Plaza de Mayo (Bustillo era un fan), de diez ministerios, de la residencia del embajador norteamericano, del espectacular edificio de YPF en la Diagonal, del Kavanagh y de infinitos departamentos, casas, estancias y mansiones.

La tesis de Teitelbaum es que Errázuriz fue la clave para que este estilo naciera y creciera, y que sin ella no hubiera existido un Frank y Le Corbusier no hubiera sabido qué poner en sus edificios. También afirma que Comte fue la primera firma que coherentemente se dedicó a imponer este nuevo gusto vanguardista con clientes como los Atucha, los Mandl y los Martínez de Hoz, emparentados con el único “par” en el continente, el diseñador brasileño Henrique Liberal. Es una tesis intrigante, pero la autora no termina de cerrarla, fascinada en contar la carrera de Frank y de sus socios argentinos.

Su libro fue impecablemente editado en castellano por Larivière y es un modelo de buen gusto. A los caramelos visuales se les agrega mucho para leer y pensar sobre la historia del diseño en estos rumbos, que es también la historia de la creación de un buen gusto.

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