El bloque oficialista en la Legislatura pinchó la renovación de la ley de patrimonio. Hubo gritos y discusiones para disciplinar el bloque. La amenaza de destrucción que se abre este mes.
› Por Sergio Kiernan
Esta ciudad está ahora llena de gente muy entristecida y muy indignada por la movida que ordenó el jefe de Gobierno porteño para destruir la poca ley que protege nuestro patrimonio. El gesto y la orden fueron abiertos y explícitos, cosa admitida por quienes los cumplieron. Incluyó truquitos varios de diputados oficialistas, cómplices extrapartidarios y un cierto nivel de truculencia hacia los díscolos internos. En este primer sábado de diciembre, todo indica que Mauricio Macri se va a dar el gusto de empezar el año de su segundo mandato sin esa incomodidad que fue el régimen especial de protección que tantos negocios les arruinó a los especuladores inmobiliarios.
Tanta agresión a tan poca cosa muestra que esa industria, la favorita de Macri, no tolera la menor interferencia en sus intereses. Muchas veces se dijo que esta afirmación era una exageración, pero los sucesos de los últimos diez días prueban que cuatro años de tener siquiera que preguntar antes de destruir el patrimonio fueron intolerables para los especuladores. Y el macrismo respondió con una energía que no pone para evitar derrumbes que cuestan vidas.
Lo de tan poca cosa no es un desprecio sino una descripción: Buenos Aires no tiene un sistema serio de protección del patrimonio edificado, ni un aparato legal, ni un cuerpo de inspectores, ni una autoridad competente. Apenas tuvo el parche del Régimen Especial, que creó a las apuradas el trámite por el cual toda demolición no podía salir por ventanilla, rapidito y sin preguntas, sino que tenía que ir antes a una entidad llamada Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, un sello de goma que hasta ese momento asesoraba a los ministros de Desarrollo Urbano, en general buscándoles argumentos para dejar hacer.
El contexto fue el de las semanas previas a la asunción de Macri, hace cuatro años, cuando estalló inesperadamente el caso de la Casa Bemberg. Eran los últimos días de Jorge Telerman, que había sido humillado en las elecciones al caer en la primera vuelta. Como había adelantado el voto, siguiendo algún increíble cálculo electoral, quedó varios meses en una posición de total parálisis. Ese mismo año se estaba haciendo conocido un grupo, Basta de Demoler, que había intentado salvar La Mutual, en Callao y Paraguay, con un piquete colorido y un amparo judicial, algo todavía novedoso. Ese amparo salió mal, pero el siguiente, gracias a una idea del abogado Diego Hickethier, salió más que bien. En esos tiempos feraces, el Ejecutivo dejaba destruir cualquier cosa que no estuviera catalogada en firme por la Legislatura. Bastaba presentar el trámite por ventanilla y ni siquiera importaba si los diputados ya habían votado la primera vuelta (el trámite de catalogación es deliberadamente más difícil que el de legalizar el LSD o el homicidio calificado, mociones que se votarían en vuelta única).
Basta de Demoler argumentó que esto creaba un conflicto de poderes, ya que el Ejecutivo impedía que el Legislativo hiciera su trabajo al dejar demoler, lo que transformaba el tema en abstracto. La ONG ganó el amparo, el gobierno porteño apeló y la Cámara no sólo sostuvo el fallo sino que dijo que era tan pero tan de sentido común que se debía extender a todos los casos similares. De hecho, la Justicia le ordenó al gobierno que inhibiera automáticamente todo inmueble que tuviera siquiera un proyecto de ley en consideración, hasta que se resolviera la cuestión.
Esta obviedad le pareció una catástrofe a una industria acostumbrada a hacer lo que quiere y protestó de viva voz con argumentos como ¡desocupación! o el remanido “quieren que la ciudad sea un museo”. Pero el macrismo no quería una crisis en medio de la asunción y por eso se votó, sin problemas, una idea de la entonces diputada Teresa de Anchorena, presidenta y creadora de la Comisión de Patrimonio legislativa. Anchorena tomó una de las iniciativas más vergonzosas de Telerman, el Paisaje Cultural de la Ciudad –piadosamente olvidada por la Unesco– y propuso que todo edificio anterior al primer día de 1941 no pudiera ser demolido sin ser analizado como una pieza del patrimonio. La fecha responde simplemente a que existe un relevamiento aéreo de la ciudad, manzana por manzana, realizado en 1940, que sirve de banco de datos base. El que quisiera destruir un edificio tenía que aceptar que el Consejo Asesor del Ministerio de Planeamiento Urbano viera el caso. Como para que nadie se alarme, el Consejo sólo podía recomendarle a la Legislatura que catalogara, no catalogar. Pero si no le encontraba el valor al edificio, la demolición era inmediata.
Con lo que todo era apenas un parche, con un Consejo con mayoría oficialista –con las funcionarias “de carrera” acostumbradas a decirle sí a quien sea el gobernante de turno– y alojado en la trinchera enemiga, la del mismo ministerio que autoriza las demoliciones. Los cuatro años siguientes mostraron claramente la hilacha del macrismo en estas cuestiones: no se invirtió un centavo en crear un cuerpo de inspectores eficiente y capaz, no se dio la menor señal política de rigor, no se reglamentaron leyes como la de Patrimonio o la de inspección de pozos de obra, no se castigó al que demuele en trasnoche y sin permiso.
Pero gracias a la presión de vecinos y ONG, y a sorpresas como las iniciativas del defensor porteño adjunto Gerardo Gómez Coronado o la aparición de Mónica Capano en un asiento del CAAP, el Consejo no pudo descartar todo y tuvo que frenar muchas demoliciones. El macrismo se encargó de que ningún expediente llegue a la Legislatura, pero las piezas patrimoniales no se pudieron demoler igual.
La ley que creaba este sistema duraba apenas un año, y en diciembre de 2008 fue renovada por otro año y extendida a toda la ciudad. Esto fue una iniciativa del diputado oficialista Patricio Di Stefano, que acaba de terminar su mandato y parte al Ejecutivo con un gesto que, como se verá, lo deja en un lugar muy cuestionable. Es que después de exactamente cuatro años de funcionamiento, Macri en persona ordenó que se termine con el régimen, que su bloque legislativo no sólo le vote en contra sino que ni siquiera tenga despacho de comisión.
Por eso el viernes de la semana pasada hubo un pase de magia en la comisión de Planeamiento, una de las dos que tienen que aprobar el proyecto antes de su votación. Los diputados PRO fueron, escucharon a los vecinos –que incluían a Basta de Demoler, Proteger Barracas, la Protocomuna Caballito y al menos seis Juntas Históricas barriales– y se fueron sin firmar. La presidenta de la comisión, Silvina Pedreira, se hizo la sorprendida y su directora, Bárbara Rossen, se mostró satisfecha con el ataque a una ley “que no me gusta”. El único PRO que firmó fue Di Stefano.
Y como para probar qué fuerte es la orden que recibió Cristian Ritondo, Di Stefano fue obligado a retirarla, gesto inédito en los anales de la casa. Según parece, la discusión fue violentísima y larga. Ritondo tiene un carácter tal que una vez tuvo que ser contenido por la Policía Federal dentro del edificio mismo de la Legislatura cuando se le fue encima a un vecino para pegarle. Todavía se recuerda el grito del sargento que lo tenía del pecho, que le repetía: “¡Pero usted es un diputado!”. Es un violento y triste final para la gestión de Di Stefano, que sucedió a Anchorena al frente de la comisión patrimonial y protegió 120 manzanas del Centro con sus proyectos de la City y la amortiguación del APH 1 de San Telmo.
Lo que sigue es un misterio. Dependiendo de a qué diputado se consulta, resulta que con las firmas de la oposición alcanza o no alcanza para que la renovación de la ley pase al plenario. Ni hablar de cómo puede resultar una votación con el PRO disciplinado a los gritos: especular es inútil. De hecho, en la sesión de este jueves, rodeados de docentes airados que ni los dejaban salir del edificio, los diputados del PRO se negaron terminantemente a tratar el tema sobre tablas. Cristian Ritondo fue la voz cantante en la negativa, con el diputado Moscariello argumentando que “esa ley” ya se había renovado “demasiadas veces”.
Con lo que en el llano abundan las ideas para tratar de frenar la destrucción que se viene. Como mínimo, la orden de Macri nos presenta un verano en que caerán edificios a izquierda y derecha, de modo de despejar terrenos para los especuladores. Tres o cuatro meses de piqueta libre significan fortunas inmobiliarias, un colchón de lotes muy valioso.
La idea de máxima es realmente inquietante: que nunca más haya una ley como ésta. No sólo volveríamos a los tiempos silvestres de la demolición por ventanilla, donde el aspecto patrimonial literalmente no existe, sino que quedaría en el aire todo lo admitido hasta ahora por el CAAP. Esos edificios no fueron todavía catalogados, la ley que creó el trámite no existe más, las empresas reclaman su liberación con abogados... El resto puede imaginarse.
Con lo que ya están circulando ideas que respondan con la misma violencia conceptual a la prepoteada de Macri. Unos hablan de cubrir al jefe de Gobierno de demandas judiciales y amparos. Otros de plantarle una “carpa docente” del patrimonio. Lo que está surgiendo claramente ante esta agresión es una coordinación de las organizaciones barriales que en poco tiempo puede resultar en un frente de acción.
Y si es por hacer algo fuerte y claro, los diputados opositores podrían simplemente presentar un proyecto de catalogación de todo, pero todos los edificios construidos en Buenos Aires antes de 1941, sin excepción ni listado siquiera. Es realmente la opción nuclear y no se aprobaría ni al anochecer del Día del Arquero. Pero, como marca la ley, la mera existencia del proyecto, con número de mesa de entrada, inhibiría todo el patrimonio porteño de un plumazo hasta que se resolviera la cuestión. Eso forzaría al macrismo a negociar una salida civilizada y no una lista de deseos de los lobbies, negociación que no podría ser por la ventanilla o en el CAAP tan complaciente, sino en la misma Legislatura.
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