De tapera a hogar soñado, un ejemplo de que hay otras cosas que hacer con edificios maltratados que destruirlos para las torres.
› Por Sergio Kiernan
Allá por arriba del Abasto hay una casa que no debería existir. En esta zona que cambia cuadra por cuadra, de torres guarangas a conventillos cansados, de casas tomadas a casas de barrio, de esquinitas tranquilas a paradas de patotas, la casona vieja estaba más que arruinada: vandalizada, rotosa, lastimada a propósito. Para el sentido común que impera en esta Buenos Aires donde construyen los contadores, la casa era un lote ocupado que debía ser despejado para un edificio nuevo, en altura y mediocre. Por suerte, el frente francés sigue ahí porque una familia con hijos pequeños vio entre esas paredes un hogar perfecto.
Esta no es una historia de restauración sino de reutilización y, de hecho, de modelos de ciudad. La cosa arranca con la calculadora en la mano, pensando en cuánto costaba la tapera urbana y cuánto había que ponerle para hacer realidad el sueño. El resultado final –el bottom line dirían los americanos– es la prueba de que el dogma de que todo lo que no está perfecto debe ser demolido es cosa de mediocres sin imaginación. Esta familia del Abasto tiene una formidable casa a un precio difícil de empardar.
Como se dijo, el lugar estaba colapsado. Una vez fue una casa de barrio de aires prósperos, el tipo de vivienda de la Argentina en ascenso que todavía se nota en las herrerías a la francesa del frente, la escalinata de mármoles de primera agua, el vitral del hall, la madera dura de pisos y escaleras y los infinitos bronces que sobrevivieron. La casa tenía una de esas distribuciones que, por los cambios de costumbres, ya nos resultan casi incomprensibles. Al entrar por la vertiginosamente alta puerta se encuentra una escalera que sube y un pasillito sigiloso y lateral que avanza. El pasillito lleva a otra casa, una de pisos de calcáreos, cielorrasos más bajos y sectores de servicio. El atrás de este nivel semisoterrado era un patio.
Quien suba los escalones se topa con un notable hall que toma todo el ancho del terreno, un mar de robles eslavos de doble altura y de una luminosidad para agradecer. Quien levante la vista buscando esa luz ve un gran vitral colorido, allá a dos pisos de altura, y una balconada de herrería donde asoma el primer piso. Curiosamente, este nivel de la casa estaba precisamente especializado en tres cosas: el hall para impresionar, un recibidor-living a la calle y un comedor con boisserie. Este último ambiente se asomaba al patio ya mencionado, ahora semihundido, con un balconazo.
Arriba se iba a dormitorios y a los escasos baños que resultaban suficientes en la época. Una preciosa escalera de madera –construida más como un gigantesco mueble que como parte del edificio– unifica verticalmente la casa, del sótano a lo que fue la terraza. Para atrás, un gran muro y un techo marcaban el final del PH e indicaban que atrás hay una serie de departamentos tipo casa con acceso por su propia puerta y pasillo.
La transformación de este caserón ruinoso le agregó al parámetro esperable –instalaciones nuevas, reparaciones de fondo, sellado de techos, invención de baños– dos prioridades. Una fue la de respetar todo elemento original que estuviera en su lugar, sin restaurarlo pero sin removerlo. Es por eso que en el hall de entrada aparecen los restos de yeserías versallescas, incompletas pero bonitas. Y el segundo criterio fue ganar y crear espacio, mucho espacio.
Es por eso que lo que fue patio semisubterráneo tiene ahora techo, en sectores transparente, y es hoy un cómodo y minimalista estudio de yoga. Y es por eso que el nuevo patio está al nivel del comedor, cuyo ex balcón ahora permite salir a una inmensidad de plantas y muros cortados por escaleras de metal, un zigzag que bien seguido lleva a otros dos patios aéreos y a una terraza nueva, con una casita de estructura liviana que aloja una suerte de club privado con gimnasio, sauna, living, cocina completa, pañoles de servicio, lavandería y jardín para la hora del fresco.
Con lo que la casa original, de tres niveles y un patio semihundido, tiene ahora cuatro niveles y tres patios a diferentes alturas. El afuera es de tal escala que se comió un árbol todavía joven pero ya de cuatro metros de altura como si fuera un helecho. Para evitar la ceguera, el color de estos muros, escaleras y pavimentos fue estudiado hasta lograr algo que no reflejara el mediodía, pero no entristeciera.
Este tipo de vivienda, más allá del gusto de cada uno, deja pensando en ciertos temas de fondo. La nobleza de proporciones del original ofrece espacios que ya nadie se molesta en crear, espacios mandados por las reglas del gran arte. Pintados de blanco y flojos de mobiliario, estos volúmenes no tienen emparde posible: son tan bellos como serenos. A la vez, una casa así puede contener la vida de una manera inconcebible en lo que pasa hoy por vivienda, ya que tiene habitaciones para cada uno, estudio, espacio de huéspedes, cachivachero general, bodega y bicicletero, además de los ambientes mencionados y el club. Nada mal para lo que era un lote ocupado.
Abasto, como otros muchos barrios de nuestra ciudad, sufre el avance de los contadores-especuladores, que sólo piensan en torres. Esta familia acaba de inaugurar un ejemplo de lo que puede ser un futuro alternativo: donde se protege la ciudad, florecen las ideas y se vive mejor.
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