Hay cosas realmente incomprensibles: que el Citibank le cambie el nombre al Teatro Opera y espere aplausos, que Nike ni perciba el escándalo de que un franquiciado cierre la Richmond, que Coca-Cola ponga un megacartelón cegador que quiebra la ley. Parece que las multinacionales se contagian del estilo dale que va que impera en Buenos Aires y meten las de andar de un modo olímpico, dañino para sus marcas.

La última víctima de la infección es Starbucks, la cadena de café que se expande por la ciudad como un hongo. En Estados Unidos, Starbucks es un alfil del comercio justo, de la ecología y de cuanta causa políticamente correcta circule (por algo son de Seattle). Pero parece que por aquí se dan todos los lujos: la nueva sede de la cadena se está construyendo sin permiso en el muy histórico edificio Wolf, el de Perú y Belgrano, con sus gárgolas y sus cupulines con los símbolos del Imperio Austrohúngaro.

La liebre saltó por un vecino, el arquitecto Fernando Lorenzi, que percibió que se estaban haciendo obras en el local de la planta baja. Lorenzi pertenece al extendido grupo de amantes del Wolf, la obra de Ronow cubierta de titanes y balcones mágicos, con su frente de piedra y sus simbologías casi místicas. Como también es un profesional, vio enseguida que faltaba el cartel de obra y llamó a Gerardo Gómez Coronado, el defensor adjunto del Pueblo porteño. El funcionario les disparó dos pedidos de informes a las direcciones generales involucradas, la de Registro de Obras y Catastro y la de Fiscalización y Control de Obras.

Resultó que Lorenzi tenía razón y nadie había pedido permiso de nada. Fiscalización intimó a los responsables y, como no le prestaron mayor atención, clausuró la obra: parece que el Wolf es tan potente que hace que se muevan todos más rápido.

Hay que asumir que el local está a medio romper, sin el menor control de Patrimonio, sin planos ni permisos. Lorenzi avisa que pese al cierre se siguen escuchando ruidos de obra. ¿Sabrán en Starbucks lo que hacen sus licenciatarios?