Hay un país allá en el Asia lejana que tiene más de un problema de identidad nacional. Es una tierra antigua pero también un territorio de paso, de los que son circulados, siglo adentro y siglo afuera, por imperios y migraciones. Se llamó Birmania y hoy le dicen Burma o, a seguir el nombre que le impuso su tenebrosa dictadura, Myanmar. La batalla y las dudas por la identidad llegan a los ladrillos y le dan un sentido afilado al tema del patrimonio.
La capital de Burma fue hasta hace muy poco la vieja Rangún, que los británicos construyeron como el gran puerto de la región, lo más importante entre su India y su Hong Kong. Era parte de la cadena comercial del Imperio y un pito catalán a los franceses, que habían perdido su India –Pondicherry y la costa Malabar– en la guerra de los Siete Años, y se tenían que conformar con Indochina. El Rangún británico fue rico en serio y duró su buen medio siglo, con lo que fue construido entre el estilo victoriano tropical, de amplias galerías, y el Luytens de final de fiesta, con mucha instalación eduardiana.
Esta ciudad de revoques blancos y azules, de muros de ladrillo bien tomado, de columnatas y cúpulas está colapsando. El trópico no es gentil con la arquitectura, como bien saben quienes luchan por mantener la Opera de Manaos, pero la verdadera razón fue el completo descaso a los edificios. Desde la independencia, Rangún se fue desmigajando sin mantenimiento, con escasas iniciativas constructivas —y éstas de ese modernismo tercermundista falluto— y sin inversiones.
El régimen militar, que este año cumple medio siglo en el poder, se mudó en 2005 a la nueva capital de Naypyidaw, una versión medio estalinista y muy fea de Brasilia. La mudanza aceleró la decadencia de Rangún, que se encuentra ahora acosada por una tercera plaga: llegaron los chinos a construir, con lo que las demoliciones incontroladas son diarias. Los edificios tradicionales son reemplazados por torres de ínfima catadura y la ciudad se está por perder.
Este fenómeno no tiene ton ni son y ni siquiera elige sus víctimas entre los ya muchos edificios que no tienen reparación posible. Como en Buenos Aires, pero más, lo que cae lo hace al azar, por la inversión del momento, lo que se puede desalojar a cachiporra o lo que se le antoja al inversor que es negocio. Y el patrimonio que se pierde puede transformar una ciudad con fuerte personalidad en un no-lugar.
Rangún tiene un Harrods propio, la tienda Rowe & Co, que ahora anda tapiada y con su hermoso alero de hierros tallados cubriendo una Salada de vendedores callejeros. También está el viejo edificio de gobierno, el Secretariado, con su torre de ladrillos y sus jardines, ahora cerrados con alambradas y usados como cuarteles de policía. A pocos cuadras está la verdadera central de policías, con una gran columnata de piedra de la que hoy cuelgan uniformes puestos a secar. En el barrio de las embajadas sigue airosa la Residencia del Gobernador, hoy un hotel medio cachuzo pero con un jardín incomparable.
Pero el alma de la ciudad vieja son los cientos de casas de ladrillo y teca, con aires de suburbio de Manchester o de plantación selvática, a veces con jardines formidables, como el del Pegu Club. El club está cerrado hace años y sus pisos están cubiertos de polvo y suciedad, pero con pintura y cableados nuevos volvería a ser un lugar digno de ver.
Que tal cosa ocurre depende de cambios políticos difíciles de prever. Al régimen militar no le importa el patrimonio y desconfía del tema de la identidad nacional, que considera resuelto con su esdrújula filosofía de “autoconfianza” y aislamiento estricto del mundo. En Rangún hay 195 edificios catalogados, la mayoría precoloniales y templos budistas. La antigüedad de una casa particular o de un inmueble comercial parecen jugar en contra, tanto que los preservacionistas roban o tapan las placas originales donde una vez se inscribió orgullosamente el año de inauguración: parece que los inversores las buscan para ubicar qué comprar más barato.
Y la vivienda privada es lo que más está en riesgo. Según le contaron residentes a un raro periodista extranjero que logró entrar, el gobierno municipal acepta siempre el argumento de que un edificio está en riesgo y lo demuele. El inversor puede comprar el terreno ya despejado, con el costo de demolición amablemente atendido por el Estado.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux