› Por Facundo de Almeida
El debate que desató no hace tanto, en 2010, el libro Arquitectura Milagrosa, de Llázter Moix, sobre la arquitectura contemporánea en España, post Museo Guggenheim de Bilbao, parece hoy una discusión del Pleistoceno.
En ese libro el autor da cuenta de las numerosas y costosas obras de arquitectura que se realizaron en lugares grandes y pequeños de la península ibérica, luego de la fiebre que desató la franquicia europea del museo neoyorquino. Esto provocó que todo alcalde español quisiera su gran obra arquitectónica y mejor si quedaba en manos de un arquitecto estrella. Se destinaron miles de millones de euros a edificios que en muchos casos quedaron vacías de contenido y con serias dificultades de mantenimiento, algo que se agravó con la crisis.
La política que exige hoy el Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España es la opuesta. No buscan en las millonarias obras nuevas la salida a la crisis, sino por el contrario imploran al Estado que contribuya a la restauración del patrimonio. Algo parecido a lo que ocurrió en los inicios de la recuperada democracia española y que permitió exportar a América latina el modelo de escuelas-taller. Según estadísticas publicadas en los diarios de Madrid, uno de cada dos arquitectos españoles está desocupado, uno de cada dos estudios cerró sus puertas y quedan trabajando sólo un 8 o 9 por ciento de los que existían hace cinco años.
El presidente del Consejo, Jordi Ludevid, afirma que “el gobierno nos ha comunicado que tiene intención de sacar una ley de rehabilitación para aliviar la desocupación, pero nosotros creemos que antes del verano se deben poner en marcha los aspectos más importantes de ésta mediante un real decreto de urgencia”. Proponen un sello básico de la edificación que los arquitectos consideran debería ser obligatorio y estar segmentado bien por usos o bien por edades de edificación. “El objetivo es crear un sello turístico, un sello escolar, para potenciar la rehabilitación en España”.
Este requisito existe en otros países europeos que tienen unas tasas de rehabilitación del 80 por ciento, como es el caso de Dinamarca, o del ’60, como Alemania, mientras que España tan sólo realiza un 20 por ciento de rehabilitación. Además, apostó “por una rehabilitación arquitectónica no segmentada y que evite la destrucción del patrimonio histórico nacional”.
Para financiar estas actuaciones, Ludevid abogó no sólo por las subvenciones e incentivos fiscales, sino también por la participación de las utilidades, con objeto de posibilitar “una morosidad nula”. Desde su punto de vista, “las compañías de agua, de electricidad, de gas deberán ayudar a este proceso porque con este sistema se conseguirá un ahorro energético y mayor eficiencia, por lo que en siete años, gracias a este ahorro, se podrán financiar estas inversiones”.
También reclamó desgravaciones impositivas. “Es imprescindible un mecanismo de incentivo fiscal para que el impacto sea el menor posible, con mayores desgravaciones para las rentas más bajas”, y explicó que los propietarios también deberían aportar, “porque estas mejoras influyen luego en el valor patrimonial del inmueble”. La opción es clara. Rehabilitar edificios, lo que redundará en una reactivación económica, mejora medioambiental por la reducción de consumo de energía y revalorización de las propiedades.
Y aquí nos quieren convencer, en un período de bonanza económica como pocas veces ha vivido el país, que no se puede preservar y restaurar el patrimonio arquitectónico porque esto afectaría la economía.
De todos modos, la decisión del Partido Popular en el gobierno parece ir por el camino inverso. El PP sigue creyendo en la construcción en la costa para salir de la crisis. Uno de sus líderes acaba de afirmar: “Cuánto daño se ha hecho con eso de la guerra contra el ladrillo. Esta tierra sigue teniendo un enorme potencial urbanístico, y lo vamos a desarrollar”. Todo esto para anunciar una modificación “muy profunda” de la legislación para permitir construcciones sobre las playas, algo que sin duda no solamente atentará contra el patrimonio sino que además tendrá un impacto sobre el medio ambiente y el paisaje cultural.
Como se ve, la defensa del patrimonio arquitectónico no es un capricho de la derecha, como muchos creen, sino una de las políticas urbanísticas más progresistas que se pueden llevar adelante, y más aún frente a una crisis como la europea, que tiene su origen –al menos, en gran medida– en la burbuja provocada por la especulación de los depredadores patrimoniales.
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