OPINIóN
› Por Carlos A. Page *
Desde que comenzamos a participar en la defensa del Patrimonio Cultural, desde la demolición hace veinte años de la Escuela Olmos, hoy shopping, hasta la destrucción de los espléndidos interiores del Palacio Ferreyra en 2006, siempre perdimos ante las embestidas destructoras. Hubo un solo caso en el que se salvó un edificio emblemático y fue cuando intervino la Justicia para evitar la demolición de una aristocrática institución del siglo XIX, El Panal. Fue con la utilización de un recurso de amparo presentado por el doctor Vaggione, entonces decano de la Facultad de Derecho. En todos los demás casos, las hordas no dejaron ladrillo en pie.
Esto incluye las siniestras intervenciones perpetradas a los edificios declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en Córdoba. Es una paradoja que estos fueron los más sacudidos en esta última década, donde no hubo ley o poder alguno que pudiera detenerlas. Varias de esas intervenciones se hicieron famosas con apodillos, como la “escalera de Roca”, los “baños de las Gorgas”, o las “molduras de telgopor de Correa”. Tanto la manzana de la Universidad como las estancias jesuíticas fueron víctimas, ejemplos que debemos sellar en la memoria para que no se vuelvan a repetir una y otra vez.
No es casual que la impunidad se haga más fuerte y llegue a un extremo casi sarcástico en la intervención que se está realizando en la iglesia jesuítica de Alta Gracia. Se hace con un subsidio de nada menos que tres millones de pesos del gobierno provincial al arzobispado, administrado conjuntamente por un contador de la curia y el párroco. La intervención derivó en tres agresiones que violan leyes de todo tipo. En primer lugar se quebrantó la Ley 12.665, cuyo órgano de contralor es la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos, a quienes se les ha mentido en cuanto a investigaciones y proyecto a ejecutar. Lo han hecho tanto el párroco como los profesionales intervinientes en una serie de confusas notas que oscurecen lo realizado, al punto de que la comisión denunció un “procedimiento de cuasi clandestinidad”. Hay además un delito canónico, porque un párroco no puede levantar los huesos del cementerio primero y del interior de la iglesia después para amontonarlos hasta decidir un destino incierto. Entre los restos están los del fundador de Alta Gracia, José Manuel Solares, y descendientes suyos como los Lozada, posteriores propietarios de la otrora estancia jesuítica. Por último, la cifra entregada no es poca cosa y no se sabe cómo se usaron esos recursos, exagerados para ser empleados en la conservación de ese edificio.
La protección del patrimonio hoy requiere indefectiblemente de la Justicia como único modo de frenar tanta impunidad. Los fiscales tienen a su alcance información periodística suficiente para actuar de oficio e investigar estos hechos.
* Arquitecto, doctor en Historia, investigador del Conicet.
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