Concordia está terminando la primera etapa de trabajo en el Castillo de San Carlos, un lugar legendario. La original decisión de consolidarlo pero dejarlo en ruinas, y el rigor de las obras.
› Por Sergio Kiernan
Quien diga que ya no quedan románticos podrá tener razón, pero todavía quedan romanticismos. Pese al arsenal técnico y la total seriedad del caso, el renacimiento del Castillo de San Carlos, cuyas ruinas dominan el mayor parque de Concordia, es una historia de tan profundo gesto romántico que incluye fantasmas, una familia desaparecida y al aviador Antoine de Saint-Exupéry llegando desde la nubes y tal vez inventando al Principito en estos pagos. No extraña que para los lugareños esas paredes de piedra color caramelo tengan un alto valor simbólico.
Mirando con buen ojo esta ciudad junto al río Uruguay, se puede ver una prosperidad y una buena factura de cuño federal. Entre Ríos fue magneto de inmigrantes, tierra próspera, capital nacional y centro político cuando se usaba galera y miriñaque, y eso se nota en los edificios. Entre tanto cable, remodelación falluta y edificio descuidado –el aspecto habitual de toda ciudad argentina de hoy– se encuentran casas sensacionales, una logia masónica exquisita, dos asociaciones italianas inolvidables, un par de frentes art nouveau que ya los quisiera uno y lo que debe ser de lejos la mejor sede del Club del Progreso del sistema solar. Y, saltando la escala del tiempo, hasta hay una estación de servicio de Vilar que parece recién estrenada.
En este panorama se inscribe el Castillo de San Carlos, que fue encargado y construido por el francés Edouard Demachy en 1888. Según los registros, Demachy llegó a estos pagos a regentear saladeros, industria muy rentable, por encargo de su padre banquero, que invertía por aquí. Los registros se ponen menos confiables a la hora de explicar por qué Edouard se compró el pequeño campo de San Carlos por entonces al norte de la ciudad en sí, por qué se puso a producir dulces y por qué se construyó semejante casa. Los chismes ya legendarios llenan los baches hablando de un matrimonio inconveniente para alguien de cuna burguesa –¿una plebeya o, peor y horrores, una actriz?– y un nuevo inicio americano.
Como sea, Demachy eligió una loma con vista al río para su casa, construida con piedra barreteada allí mismo y una serie de improvisaciones materiales que hacen la delicia arqueológica de los que allí trabajan ahora. Demachy aprovechó el desnivel del suelo para hacer un semisubsuelo con facilidad, dejando accesos fáciles, abrió espacios al extraer piedra para construir, compró maderas duras locales y se lució con muchas barricas de cemento importado. En algunos muros se encontraron arquerías salvadas con rieles ferroviarios de una medida jamás usada para ningún tendido local. Ventajas de venir en barco propio desde Europa, subir el río y no preocuparse demasiado por aquello de las aduanas.
Cuando estaba entera, la casona aparecía desde la entrada principal como un edificio de un piso montado sobre un patio de honor cerrado con herrería. Las fachadas laterales mostraban dos niveles con amplias ventanas, enrejadas en planta baja y abiertas arriba. La fachada “trasera”, sobre la barranca y con vista al río, volvía a mostrar un nivel, pero montado sobre un gran piano nobile de piedra sin aperturas protagonizado por una noble escalinata que llevaba a una terraza. Este lado norte tiene el último truco visual de parecer más alto por un parapeto por encima de las molduras del remate.
Según se pudo reconstruir, el castillo era el centro de una serie de edificios periféricos cuyos cimientos aparecen aquí y allí, con usos “de campo” como ahumadero e incluyendo una fábrica de dulces. Demachy era un empresario en serio que llegó a tener 900 empleados y a construir un barrio de casas de madera con bases de piedra, además de plantar el parque y abrir los caminos del lugar. En su casa, la planta baja era de servicios y depósitos, mientras que el primero era residencia, con salones y un comedor que quedaron registrados como los más refinados de la región. El francés se había traído los muebles, gobelinos, cristalerías y boisseries para amueblarla.
Los trabajos de cateo arqueológico que se realizaron este año, limitados a lo necesario de la obra, mostraron que el castillo también incorporó novedades tecnológicas. Así apareció lo que parece ser un complejo sistema de drenajes y de circulación de aguas, con partes a la roma, de piedra y cemento durísimo, y partes con caños de hierro que siguen ahí con bastante más de un siglo. También resultó evidente que intervino un constructor de buena mano y al menos un tallador de piedra que se encargó de las claves de arquerías de ventanales y puertas, y de las muchas piedras esquineras que dan realce y movimiento a las fachadas. También hubo un equipo no identificado de alarifes que realizaron la garbosa moldura principal de los remates y los durísimos y difíciles revoques internos sobre piedra.
Pero en 1892, Demachy se fue a Francia y nunca más volvió. Por un tiempo siguieron llegando fondos operativos e instrucciones desde París, pero luego hubo silencio. La casa seguía ahí, con sus cuadros, muebles, enseres y hasta ropa, cerrada y esperando alguna explicación que nunca llegó. Las deudas se acumularon, la empresa quebró, nadie pagaba los impuestos y el municipio incautó la propiedad. La ofreció en venta, pero nadie la compró y hubo que ofrecerla en alquiler. San Carlos pasó a ser en parte chacras, en parte tierra de pastoreo y en parte casa de verano, hasta que alquilan el castillo otros franceses, la familia Fuchs Valon. Y aquí la leyenda se pone buena.
A fines de 1929, ese objeto todavía novedoso, un avión, pasó volando bajo sobre San Carlos. Bajó y bajó hasta tocar tierra en un llano poco recomendable porque estaba cribado de vizcacheras. Por supuesto, la máquina –de esas de ala alta y motor radial– rompió el tren de aterrizaje y terminó con un ala torcida. El piloto abrió la escotilla, salió y se encontró, para su gran sorpresa, con dos nenas que le hacían burla con toda alegría y en francés.
Las chiquitas terminaron sorprendidas también, porque el piloto les contestó en francés. Era Saint-Exupéry, que andaba buscando una escala para la ruta Buenos Aires-Asunción del correo aéreo y no era muy ducho en vizcacheras. Al minuto llegó un Ford descapotable con el señor Georges Fuchs Valon y el piloto se encontró invitado permanente del castillo. “Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas”, escribió después en Tierra de hombres sobre una casa que le llamó la atención por su garbo, por ser “pulcra y compacta”. Saint-Exupéry descubrió que en el caserón había víboras casi mascotas –“tienen el nido bajo la mesa”, le explicaron Suzanne y Edda, de 16 y 9 años– y lo llamó un “oasis” en el que no tuvo inconveniente de esperar largas semanas a que llegaran los repuestos y el mecánico.
Investigadores patrióticos afirman que en los relatos sobre el Castillo de San Carlos y sus niñas está la simiente del famoso El Principito, con lo que esa obra universal podría tener raíces argentinas. Más de una anécdota muestra que Suzanne y Edda son serias candidatas, aunque sin asteroide.
Pero ésta fue la última etapa de ocupación y alegrías de la casona, cerrada por muchos años. De a poco fue saqueada de materiales, pisos y maderas, rejas y chapas de la cubierta, hasta piedras de sus muros, y sufrió un incendio que cubrió los rastros de los robos. Transformada en tapera, ahogada por los yuyos, sus muros fueron microscópicamente cubiertos de grafitti de aerosol, pincel y cortaplumas. En el único ambiente que conservaba su techo de bovedilla curva –las caballerizas semisubterráneas, bajo el patio de entrada principal– se armaron aguantaderos.
El destino le auguraba un derrumbe final al castillo, pero el gobernador entrerriano Sergio Urribarri intervino. Con fondos de la Casfeg, la comisión de Salto Grande que invierte en proyectos culturales bajo la presidencia del contador Daniel Bes, se prepararon los proyectos y el concurso de obras. El intendente de Concordia, Gustavo Bordet, siguió el proceso que terminó en la adjudicación a la firma local Conkret, de Juan Mac Dougall, con dirección técnica de Alejandra Bruno y asesoría en restauración del especialista Marcelo Magadán.
Y aquí viene una originalidad, la decisión de no “restaurar” el castillo sino de mantenerlo como una ruina, pero una valorizada en lo cultural, integrada a un recorrido patrimonial y consolidada físicamente. Las tareas arrancaron con una limpieza de yuyos, basura y barros acumulados, y un diagnóstico de situación. Lo que se encontró con el lugar limpio fueron algunos muros fuera de escuadra, a punto de caramelo para la caída por el incendio, las lluvias y el saqueo de piedras. Pero en un silencioso chapeau a los constructores originales, el edificio sigue rescatable pese a haber sufrido lo indecible.
Quien lo visite hoy, en obra, verá infinitas horas de limpiar pintadas, varios contrafuertes que sostienen muros en peligro y un solo sector, pequeño, reconstruido para poder cerrar el perímetro y evitar que el lugar vuelva a ser aguantadero. Lo poco que se agregó fue con escombros rescatados, piedras similares a las del lugar, ladrillos de color muy parecido –un verdadero dolor de cabeza– y unos pocos hierros para calzar vanos que tenían dinteles de madera ya quemados o podridos. Todos los agregados son evidentes pero discretos, elegidos y tratados con buen gusto para ayudar a recrear el espacio original. El recorrido se hará sobre pasarelas de metal pintadas de negro, con barandas de seguridad, lo que permite volver a usar el primer piso.
Las simples y bellas herrerías originales están casi todas, y un par que andaban por el vivero municipal fueron encontradas y reinstaladas. En el primer piso, donde hubo ventanas y celosías de buena madera, habrá vidrios fijos para evitar caídas y entradas. Los muros sin techumbre ya no temen la lluvia porque fueron discretamente cubiertos con materiales impermeables, nuevamente tratados con tino en cuanto a color y textura. Este trabajo ejemplar va a producir también una memoria técnica que servirá como modelo para obras de este tipo.
Y esto es apenas la primera etapa. Concordia va a recuperar un hito cultural y turístico instalado en su principal parque, con el plan de crear un museo en las caballerizas que presenten el edificio, sus trabajos y los objetos encontrados en la obra, como planchas, estribos y botellas de época. Y también va a tener la rara distinción de haber elegido bien el tratamiento de un objeto constructivo especial.
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