Sáb 26.01.2013
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Con la cara más limpia

› Por Sergio Kiernan

Como su casi homónima y capital, La Plata, fue una creación artificial, a la española aunque sin el tronco fundacional ni la patente real, fundada plano en mano en medio de la nada. Fue también una guapeada típica del país expansivo, potente, de finales del siglo XIX. La ciudad hasta se recicló impecablemente en lo social, pasando de balneario aristocrático a polo de la clase media, recibiendo a todos para la segunda mitad del siglo.

El problema comenzó en los sesenta y se aceleró con la especulación zafada que caracterizó a la dictadura. Donde en otras épocas se le dedicaba a Mar del Plata picos de creatividad y elegancia como la rambla nueva, casino y hotel de Bustillo, con los generales se demolieron las mansiones románticas y los chalets, reemplazados por torres de cuarta categoría. Así se enriquecieron algunos especuladores, se llenaron las tiendas de los anticuarios, se rebajó la ciudad.

Es por esto que las batallas patrimoniales en esta ciudad duelen un poquito más, por el recuerdo de lo que se tuvo y se rifó. Y es por eso que alegra un poco empezar a notar en este verano un cambio positivo, el de la ley de cartelería que comenzó a regir a partir del primer día de noviembre. Es un nuevo reglamento local similar al que el macrismo diluyó y negoció en Buenos Aires, un sistema que literalmente busca limpiar el espacio público. Se ve que en la costa los lobbies son menos poderosos.

La idea del intendente Gustavo Pulti despertó sin embargo asperezas, de las políticas y de las otras, con comerciantes protestando y afirmando, irracionalmente, que las ventas van en proporción directa al tamaño del cartel. El código fue aprobado, sin embargo, y antes de las fiestas aparecieron las grúas desmontando outdoors que ya se habían confundido con la cara de la ciudad. Los vecinos del partido de General Pueyrredón empezaron a reencontrar una ciudad que andaba escondida detrás de los carteles.

El nuevo sistema, como el que se intentó pasar en Buenos Aires pero sólo existe en las APH, prohíbe los anuncios publicitarios salientes, las marquesinas, los toldos publicitarios, los pasacalles, los anuncios pintados sobre las fachadas o las medianeras, y los carteles autoportantes en terrenos privados, excepto fuera de la zona costera y sólo en tamaños más reducidos que los actuales y cada cien metros. También se prohíbe cerrar baldíos con carteles, aunque se siguen autorizando los carteles sobre el cerco de seguridad de una obra.

Según el subsecretario de Control Adrián Alveolite, ya hay más de 8000 comercios que se suscribieron a la norma, sin necesidad de castigos, y se firmó una buena cantidad de convenios para retirar las piezas más grandes. Alveolite tuvo una frase interesante cuando dijo que este tipo de limpiezas “prestigia” una ciudad. Tiene razón: es como una restauración de un tejido urbano que retira parte de la grasa de las capitales.

Pero retirar las cartelerías es la primera parte del trabajo y en la segunda es cuando entra un nuevo actor, el Banco Credicoop. Resulta que un problema, particularmente para los comercios más chicos, fue el estado de las fachadas que pasaron añares escondidas detrás de cartelones. Estos muros habían sido maltratados durante la instalación –total no se iban a ver más– y no habían recibido mantenimiento, con lo que retirar la publicidad implica hacer las reparaciones de años de una vez. El municipio firmó un convenio con el Credicoop para que los comerciantes que suscriben al nuevo código tengan créditos para hacer las obras.

Y la diferencia ya se nota, con el fascinante efecto habitual en estos casos y que pudo apreciarse en la avenida Callao: todo parece más grande. Es notable cómo la piel caótica y visualmente ruidosa de la cartelería urbana reduce la sensación de espacio, cambia las proporciones y manda al tacho la relación entre ancho y largo de cualquier avenida o calle. Curiosamente, y una vez más, estamos descubriendo una pólvora que nuestros abuelos conocían y que nosotros olvidamos por esto de hacernos los modernitos.

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