Sáb 02.02.2013
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Chimeneas

› Por Jorge Tartarini

Hacia 1845, la construcción más alta de Buenos Aires era una chimenea. Y estaba a escasos metros de Plaza de Mayo, sobre la calle Defensa. Pertenecía al Molino San Francisco, un establecimiento harinero donde habría funcionado la primera máquina a vapor llegada a estas tierras. Al ver semejante obelisco de ladrillos humeante, la gente de aquella ciudad de aire comarcal quizás sintiera las mismas dudas que tienen hoy los porteños cuando las ven mudas, solitarias y sin el marco fabril que les dio razón y presencia. El desconocimiento de los primeros tenía que ver con la incógnita de un fenómeno industrial prácticamente desconocido aquí y difundido en Europa. Los segundos, los de hoy, los que a decir de las encuestas de la TV y los medios gráficos –limitadas, por cierto– las confunden con pararrayos y no atinan a darles alguna significación, son emergentes del citado vaciamiento fabril, del cambio en los modos de energía que travistieron a estas hijas de la era del vapor en mojones mudos, sin silbatos ni sirenas de duras jornadas de trabajo. Hoy solo espejismos de fecunda labor.

Bajar del tren, el colectivo, el tranvía, y levantar la vista, siempre las encontraba como centinelas de referencia ineludibles, para calcular las distancias ida o la vuelta a casa, al colegio, al club o al trabajo. A veces también lo eran las grandes torres tanque que Obras Sanitarias de la Nación levantaba por todo el país. El agua y el fuego, por así decirlo, dominando el horizonte donde la propiedad horizontal no había erizado de anomia los perfiles de barriadas solo recortados por las agujas del templo parroquial, la torre con reloj de algún edificio municipal, o la rueda volante de un parque de diversiones, fugaz.

Las chimeneas de ayer fueron desapareciendo y las que aún subsisten casi siempre lo hacen por la calidad de los materiales y técnicas utilizados en su construcción, por la iniciativa de algún vecino o institución orientada a su preservación y, también, por la economía de gastos de algún “desarrollador” que prefirió no demoler tan noble realización. Es que la ejecución de una chimenea en los tiempos del historicismo arquitectónico llevaba una prolija composición, un tratamiento formal que no eludía la estilística en boga, sino más bien la aplicaba en clave industrial. Generalmente, esos esbeltos cilindros de ladrillos rojizos a la vista se proyectaban como las fachadas de la arquitectura histórica, es decir, “a columna”. En su parte baja, una base robusta, a modo de basamento o pedestal, en su desarrollo un tronco o fuste, y en su parte superior un “capitel” o remate, que concentraba el mayor despliegue ornamental, con sucesiones de arquillos, cornisamentos y hasta un adorno metálico por encima de la boca, culminando la composición.

Pero no todas las chimeneas tuvieron un origen y destino fabril. Las hubo y las hay, muy bellas, que ofician de conductos de ventilación de las redes de desagües cloacales subterráneas de la ciudad. Una delicia constructiva que todavía puede verse en algunos barrios porteños como Caballito, Flores y otros, levantadas por Obras Sanitarias de la Nación.

Ayer, símbolos de pujanza fabril y también elementos de polución. En el presente, testimonios de una memoria y cultura del trabajo que es necesario preservar. Definirlos como hitos descontextualizados se acerca más a una disección fría de la realidad que a la necesaria dimensión humana que debe primar al acercarnos a estos bienes culturales en serio riesgo.

Estas últimas supervivientes de una civilización industrial que las tuvo como emblemas hoy aguardan un rescate que las salve de la extinción. Numerosísimas asociaciones en todo el mundo respaldan hoy su protección e invariablemente hay miles de firmas solicitando a los gobiernos locales salvarlas del “industricidio” que previamente sufrió la fábrica que las cobijó. Muchos de sus defensores nunca las vieron funcionar y ni siquiera supieron de algunas su origen de ventileta cloacal. Por fortuna, el camino de lo sentido a veces precede o va de la mano del conocimiento y esto, en el terreno del patrimonio, logra resultados sorprendentes.

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