El notable documental de Martín Oesterheld, La Multitud, deja flotando preguntas fundamentales sobre políticas urbanas, canalladas especulativas y modernidades truchas.
› Por Sergio Kiernan
A quien le interese esta dolida ciudad en que vivimos, la película La Multitud, que acaba de estrenar Martín Oesterheld, le va a resultar una perlita. De apenas una hora, es un documental duro y lírico sobre dos fallutadas históricas que todavía arruinan nuestro tejido urbano, la Ciudad Deportiva de Boca Juniors en la Costanera Sur y el Parque Interama en Villa Lugano. La película es muy hermosa a su manera y sobrepasa su objeto inmediato para abrir un debate, el de qué es ser moderno en arquitectura. La respuesta pasa por ser pobre culturalmente, confundir moda con paradigma y novedad con progreso. Y llenarse los bolsillos.
Oesterheld parece haber visto Stalker/La Zona, tantas veces como Geoff Dyer, que terminó escribiendo un grueso libro para curarse de su obsesión. Tarkovsky crea un relato onírico y reticente en un paisaje de ruinas industriales donde lo único que parece funcionar es un viejo Land Rover. El argentino se crea su zona, con personas que no se sabe muy bien a dónde van y con un detalle realmente notable: los dos únicos que hablan, que tienen “partes” en este documental, son un hombre y una mujer maduros, rusos ambos. La Multitud no sólo no tiene más de dos o tres personas en cámara a la vez, sino que viene con subtítulos.
La historia, que dura apenas una hora pero deja los ojos llenos, arranca con la maqueta de lo que iba a ser la Ciudad Deportiva en los rellenos al sur de la costa. Es una imagen de mediados de los sesenta –la obra arrancó en 1965– y choca por el mal gusto abismal: los farolitos, el supuesto pintoresquismo futurista, los puentes mal calculados sobre un canal trucho, el hormigón abrumador. Es una estética Italpark que se vendía como progreso, como adelanto, y que pervive en cientos de edificios feísimos que nos costaron cientos de piezas patrimoniales.
Hoy el lugar es una ruina pavorosa y sucia, rodeada del barrio Rodrigo Bueno y con las megatorres de Puerto Madero de fondo. La cámara de Oesterheld hace un pendant riquísimo de una de las torresotas en construcción, de un señor ampliando su casa en la villa y de una señora madura, que luego sabremos que es la rusa, caminando a tomar el sol de invierno con una silla plegable entre los pajonales y los potreros cerca del río. Para marcar el tono, no hay música ni palabras, sólo sonido directo.
Lo que se ve son containers apilados, humo de camiones que nunca escucharon hablar de contaminación, barro, cementerios de autos, basura, yuyos mutantes y las ruinas del parque, de una estética curiosamente soviética (en las afueras de Moscú hay más de uno que podrían haber inspirado el proyecto de Alberto J. Armando). Abajo de esas cosas rotas hay más de lo mismo: la Ciudad Deportiva es el gran yacimiento arqueológico del patrimonio porteño, porque el terreno se rellenó con los restos de miles y miles de edificios demolidos.
Ahí, luego de mostrarnos que la señora es rusa, Oesterheld nos lleva a Lugano, a la torre de Interama. Esta parte arranca con una secuencia no apta para los que temen a las alturas, la de unos obreros reparando un reflector en el techo de la cabina allá en las alturas, como siempre en Argentina protegidos por una baranda cualquiera, toda oxidada.
La Torre del Futuro, que es lo único que todavía se usa en Interama para transmitir televisión, es uno de los objetos más feos de esta ciudad, un real topos de la dictadura militar. El parque es más que feo, chabacano, con un Gulliver de hormigón, un lago con delfines de cemento y pabellones cansadores. Al intercalar fotos de época y metraje de la construcción del lugar, Oesterheld demuestra que el parque nació feo nomás pero que participa de una las condiciones de la “modernidad”: su incapacidad de aguantar el tiempo, el hecho de que apenas se desluce la primera capa de pintura todo parece decadente, una modita del año pasado que ya fue.
El parque también tiene su villa, la 20, que parece una urbe medieval con pasillos y plazuelas secas. Por esas callecitas anda un hombre lacónico y serio que llega a una capilla diminuta y se pone a terminar un mural de la virgen. En ese barrio hay otros murales, de Evita, de Perón, de Maradona. Por otro borde, hay un segundo cementerio de autos, más yuyales y un cerco de alambre coronado con púas que cierra los monobloques de Lugano.
A los que llega la rusa en el Premetro, a visitar a su amigo el cafetero, también ruso. Los metros que recorre para llegar a su departamento son sacados de Alphaville, pero en serio: hormigones moldeados para ser “futuristas” por autores intoxicados con películas de ciencia ficción, planicies de cemento, una total ausencia de cualquier gesto de amabilidad y urbanidad. El lugar es mostrado con aplomo y justicia como una estantería para guardar pobres, un lugar donde aprendan cuál es su lugar, entre autopistas, coches quemados y alambradas.
Los rusos comen y fuman mientras ven un DVD de Vinocura, el Pipo Mancera soviético que además cantaba. Es un momento de calidez, en el que ella le elogia el departamento y él le avisa que teme perderlo por lo alto del alquiler. Disfrutan de la vista, comentando que de noche las luces parecen lindas, se explican que esas luces de los otros departamentos los hacen sentir acompañados.
Oesterheld le dijo a Página/12 que su intención fue mostrar “una ciudad que avanzaba hacia el progreso” pero terminó construyendo “un escenario de distopía”. Es un proceso que sigue, aunque más disimulado, promovido por especuladores, por un gobierno porteño irresponsable y por los pavotones que juran que las torres de hoy son el patrimonio de mañana. Esta película debería ser obligatoria a los estudiantes de arquitectura y urbanismo, pero mientras se puede ver en el Gaumont, el Artecine y el Cosmos.
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