› Por Jorge Tartarini
Queriendo seguir los pasos de Henry Pulling, el apocado soltero jubilado que acompañaba a la tía Augusta en la novela de Graham Green, se decidió en 1947 a viajar a la Argentina. Conocía el país tan solo por una vieja South American Travel Guide y un abultado fajo de horarios de trenes que le había traído un amigo desde Buenos Aires. Junto con él y otros caballeros del Carlton Club londinense, gustaba fantasear sobre viajes a lugares exóticos, aunque no tanto como los que había hecho su padre tiempo atrás, en los años de oro del Imperio. El caso es que a James lo seducía recorrer de norte a sur estas tierras de gauchos y horizontes infinitos, con millones de cabezas de ganado pastando a la luz de las estrellas, sin establos ni cuidados especiales como en su país. También la atraía su líder, un carismático general denostado por Churchill y otros recalcitrantes conservadores del Carlton. Y qué mejor para semejante proyecto que hacerlo en tren.
Las referencias de su amigo –que trabajaba en las oficinas locales del británico F.C. del Sud– sobre la eficiencia del sistema eran inmejorables. Así que, huyendo de la crisis británica de 1947, cobró el dinero de su retiro y eligió una compañía de navegación que hiciera el trayecto Liverpool-Buenos Aires, a precio acomodado. Luego de una escala en Montevideo, llegó aquí a comienzos de julio. El contexto no fue del todo favorable a su proyecto: el Estado acababa de anunciar la compra de los ferrocarriles británicos y sus empresas colaterales por unos 150 millones de libras esterlinas. Ergo, la totalidad de su tour debería hacerlo en ferrocarriles nacionales. Sin embargo, lejos estaba de abandonar su empresa. Aunque sí de modificarla en algunos aspectos.
Debido a l’esprit du temps (local) y a limitaciones presupuestarias, pensó que sería mejor hacer el trayecto sin bajar del tren. A lo sumo, podría pasar un rato en alguna estación para estirar las piernas, comprar tabaco, enviar una postal, comprar un periódico y, si había margen, distraerse con algún parroquiano para practicar su limitado español y hasta frecuentar el bar. Aunque esto último no lo entusiasmaba mucho porque, según le confió su amigo, el servicio de comedor en los vagones era bueno y barato, y los mozos criollos muy amables.
Trazado el plan, y aprovisionado en Harrods Florida con productos locales y de su país, dejó la habitación del Lancaster de avenida Córdoba y se embarcó en un bimotor del Lloyd Aéreo Boliviano rumbo a La Quiaca. Desde allí, en tren, comenzaría su derrotero ferroviario hacia el sur. Un nuevo contratiempo surgió en tierras jujeñas, cuando contrajo una rara afección, parecida a la enfermedad del sueño sufrida por su padre en el Sahara africano tiempo atrás. Así las cosas, inició su recorrido atravesando primero la Quebrada y luego los Valles Calchaquíes, rumbo a Tucumán. Como debía ir racionando el uso de los medicamentos y algunas hierbas compradas a un curandero, decidió no tomarlas durante el trayecto entre cada parada, para que el sueño no lo sorprendiera al llegar a las estaciones, el único punto de contacto directo con lo local que tendría.
Ya en el tren, antes de que el sueño lo venciera, alcanzó a ver algunas pequeñas estaciones jujeñas del F.C. Central Norte que llamaron su atención. No tanto por la arquitectura simple de aires clásicos y renacentistas, sino por los materiales que dejaban ver los revoques caídos. Unos ladrillos de barro cocido llamados adobes que nunca había visto en los ferrocarriles europeos. Ese material amarronado parecía invadirlo todo: un horno de barro, un cerco para ovejas, un depósito de cargas y hasta el techo de algunas viviendas. Despertó horas después, en Chorrillos, Salta. Al ver el edificio de pasajeros creyó estar en España. Se trataba de una estación proyectada por el arquitecto Martín Noel. Una delicia neocolonial, que tuvo oportunidad de conocer visitando la casa del jefe de estación, donde se proveyó de unas ricas tortillas. El sueño de nuevo lo vencía, así que agradeció y subió al tren.
No despertó en Tucumán como planeaba, para informarse sobre los talleres más grandes de América del Sur, en Tafí Viejo, sino recién en la estación de La Falda, Córdoba. Allí, no sólo vio un edificio de definido sabor hispano colonial, sino hasta una pila de agua (bebedero público) con azulejos del sur español, fabricados en el país. Por otro lado, los balcones de madera con torneados balaustres, herrería y robustas carpinterías de tableros moldurados, le recordaban las imágenes de los folletines que recibía por correo desde otros países latinoamericanos. A bordo del Tren de las Sierras, siguió viendo estaciones similares a lo largo del Valle de Punilla, muy concurridas por el auge del turismo facilitado por el riel. Por las noches, en el coche comedor tomaba vinos argentinos con nombres franceses y se deleitaba con un manjar local: un flan de dulce de leche que el cocinero tomó del libro de Petrona, ya entonces un best seller. Sobremesas con cigarros no faltaban, y hasta algún turista contándole historias de nazis en el hotel Edén. Aunque adormecido, todo lo registraba en su diario de viaje.
Ya en tierras santafesinas, el tren hizo un alto en la localidad de Pérez. Allí la estación fue lo de menos. Sus ojos se quedaron perplejos frente a los talleres Gorton, del Central Argentino, y sobre todo con un barrio de impecables chalets y un club de golf y tenis totalmente de madera, con torrecilla con reloj, cresterías y plácidas verandas. Este soplo de formas de las islas, por un momento, le hizo perder el sueño, y creyó estar con sus amigos, en las tardes del gentlemen’s club. Pero duró poco. Con pocos remedios, optó por apoltronarse en su camarote y descansar hasta Buenos Aires. Llegando a la metrópoli, en el de-sayuno, por los diarios se enteró de la sanción de la ley del voto femenino y de la multitudinaria recepción a Eva Duarte en Madrid.
Una vez en la terminal Retiro del Central Argentino –luego de la nacionalización, F.C. General B. Mitre– se quedó allí, esperando la salida nocturna del tren a Bariloche. Impactado por la modernidad y dimensiones de la estación, se entretuvo recorriendo los sistemas subterráneos para trasladar equipajes y por la tarde disfrutó un té en la magnífica confitería, amenizado por una orquesta desde el balcón alto. Al salir al gran hall, no pudo pasar por alto los artefactos eléctricos con forma de antorchas, fabricados en los talleres Gorton.
El sueño se hizo cada vez más pesado, pero alcanzó a subir al lujoso expreso. Durante el largo trayecto, sólo en contados intervalos logró abrir los ojos, cuando escuchaba el silbato o campana en alguna estación. En esos segundos pasaban por sus ojos planicies verdes inmensas, y estaciones rojizas exultantes, con gente de campo y ciudad, esperando o partiendo. Carros y camiones trayendo granos y animales, y llevándose maquinarias, o algún juego de muebles comprado en la Capital.
Luego de algunos empalmes y trasbordos, ayudado por un guarda, continuó rumbo a Bariloche. Si en el noroeste y centro del país lo hispano californiano había despertado su curiosidad, ahora esta arquitectura de los F.C. del Estado le recordaba sus vacaciones en Berna, Suiza. Pero ni suizos, ni españoles ni británicos había visto en sus estaciones. Sino criollos. No tuvo fuerzas para bajar a conocer las maravillas del Nahuel Huapi, como publicitaba el folleto del tren.
Despertó un mes después en el Hospital Británico de Buenos Aires, ya repuesto y convencido de que debía volver a empezar. Lo apasionaba entender mejor semejante cóctel de país. Y así lo hizo, una y otra vez, año tras año, en las más de 3000 estaciones que eligió visitar. Pero ahora bajando y tomándose un tiempo para los lugares y su gente. Pasaron los años, pero cada vez que volvía de sus tours ferroviarios a su casita en el barrio ferroviario de Remedios de Escalada –su nuevo hogar– no dejaba de pensar en lo acertado que había estado su amigo Arthur Coleman en haberlo entusiasmado para conocer tan bello país.
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