Sáb 19.04.2014
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Leyendas, chimentos y no tanto

› Por Jorge Tartarini

Los binomios profesionales y sus obras. ¿Qué de cada quien hay en ellas? ¿Será posible discernirlo? ¿El esfuerzo, el trabajo desplegado por ambos, habrá sido tan equitativo como los lauros alcanzados? ¿O a veces es notoriamente desigual y a uno le tocó cargar con el mayor peso de labor sobre sus hombros, mientras el otro contemplaba? La primera confirmación que uno tiene cuando se acerca a los documentos históricos de primera mano es que estas enojosas cuestiones ya vienen de lejos. Y que, desde luego, siempre se trataron de mantener en reserva.

Ejemplos de cruces epistolares abundan. Como el que tuvieron hacia 1884 dos grandes de la ingeniería rioplatense, como Juan A. Buschiazzo y Luis A. Viglione, con motivo de dos obras que hicieron asociados en La Plata: la Casa Matriz del Banco de la Provincia de Buenos Aires y, en la manzana lindera, la antigua sede del Banco Hipotecario Provincial, actual sede de la Universidad Nacional de La Plata. Los expedientes obrantes en la antigua sede del Museo del Banco Provincia de avenida Córdoba no dejaban dudas sobre el tenor de la disputa entre ambos. Resumiendo, uno de ellos sostenía que, mientras él lo hacía casi todo, su socio “se vestía con las plumas del pavo” (real), publicitando su trabajo como propio. La pluma temperamental de Viglione –además de ingeniero, destacado egiptólogo– y las respuestas lapidarias de su colega italiano, se mantuvieron dentro de las formas, pero estaba claro que era una lucha por “a cada cual lo suyo”. Junto a este asunto privado, entre los documentos hay magníficas descripciones sobre la arquitectura de los bancos proyectados, su carácter y estilo apropiados. Un tratado de cómo se pensaba su apariencia a fines del siglo XIX. Sobrios, seguros y “a prueba de motines”.

En aquellos años, otro tipo de relación fue la convivencia profesional en los estudios del arquitecto empleado con la del arquitecto “patrón”. Estos últimos podían pertenecer a la Sociedad Central de Arquitectos, los primeros no. Tampoco podían ser socios si trabajaban en relación de dependencia con alguna empresa. Como le pasó a Paul Bell Chambers, esa entidad rechazó su solicitud por no tener estudio propio y trabajar para el F. C. del Sud, y no ser “arquitecto establecido e independiente”, aunque luego se aceptó porque era jefe de la sección arquitectura y firmaba con su nombre los planos.

En los estudios de arquitectos con trayectoria y clientela, en el anonimato de los profesionales empleados, polémicas maravillosas existieron, y años más tarde salieron a la luz. Como la de Prebish y Christophersen, entre vanguardia y tradición, racionalismo y academicismo, allá hacia finales de los ’20. Otras diferencias, sin alcanzar vuelo ni entidad de polémica, se quedaron en motes, dichos burlones o peyorativos, como el que l’ancien régime tenía para Alejandro Virasoro, cuando se referían a él como “sin novedad en el frente”. La obra de Remarque servía para expresar el horror que les provocaban los despojados frentes Art déco del maestro. Y hasta el propio Borges se refirió a su obra como “...los reticentes cajoncitos de Virasoro, que para no delatar el íntimo mal gusto se esconde en la pelada abstención...”.

El anecdotario no siempre deja mal parados a los involucrados. Eduardo Le Monnnier, además de excelente arquitecto, era muy querido por sus alumnos de la facultad. Cuentan que una noche los jóvenes estaban de juerga, saliendo de una casa de citas. En el mismo momento, se cruzaron con su profesor, que procuraba entrar. Tras un instante de desconcierto, los muchachos pasaron del susto a la alegría cuando el propio Le Monnier los invitó amablemente a volver a entrar juntos al lugar para continuar la diversión.

El suicidio de los autores no conformes con su obra. Otro de los mitos o leyendas urbanas más recurrentes. Charlando en un taxi o en un café, el tremendismo aflora y los finales trágicos inventados abundan. Pasa, sobre todo, con edificios llamativos, de alta visibilidad. Como pueden ser la Facultad de Ingeniería de Av. Las Heras o bien en el Palacio de Aguas Corrientes de la avenida Córdoba. Sobre el fallido suicidio de Arturo Prins por la falla del cálculo estructural que no le permitió concluir las torres neogóticas de la Facultad corrieron versiones durante años, desmentidas por su propio autor. Y sobre el Palacio, siempre fue bastante habitual escuchar las versiones más disímiles sobre el suicido de un autor disconforme con el resultado final. Las razones de su difusión pueden haber sido motivadas por las explosiones escuchadas al ser llenados los tanques de agua interiores –en 1893, un año antes de ser el Palacio inaugurado– y la alarma difundida por los diarios sobre los miles de ahogados que habría en el vecindario. O tal vez por el poco entusiasmo, y hasta rechazo, que despertó su impactante y colorida arquitectura en los ámbitos profesionales de aquellos años. Lo cierto es que para la gente este monumento siempre fue una rica fuente de leyendas. Desde que iba a ir para la India y por casualidad llegó aquí, hasta que estaba destinado a albergar las dependencias de la Casa de Gobierno. Más curiosa aún es la versión de que, estando Sarmiento en Inglaterra, decidió adquirir las terracotas que hoy revisten el exterior del Palacio, pues estaban a buen precio. La razón: el edificio para el que estaban destinadas nunca se construyó, de modo que terminaron viniendo aquí. Otro disparate.

Leyendas, mitos, chimentos. Por unas y otros, el imaginario urbano porteño está totalmente agradecido.

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