› Por Sergio Kiernan
Todavía existe, inocente de toda modernidad y de todo vintage, el Bar Roma, de la esquina de Anchorena y San Luis. Con vidriera a la ochava, ocupando la planta baja de una PH de esas afrancesadas que una vez fueron el mismo tejido de la ciudad, el café mantiene sus ventanas a tijera, grandes puertas de buen hierro y vidrio, con sus rosetones intactos, verjas en doble diagonal, ligeramente curvos y con pimpollos en los cruces, y su último agregado, el anuncio a mano de letristas de licuados y milanesas. Adentro están las sillas de madera, el mostrador original con cisne y pía plana de bronce, la chapita enlozada que prohíbe escupir y hasta dos tubos fluorescentes con bases metálicas, navales, racionalistas. De hecho, lo único cambiado es el piso, de baldosas graníticas a la años ’40, y el tope de las mesas de madera, con una gastada fórmica setentista que ya es casi histórica. Quien tenga la ventura de encontrarlo se podrá sentar a la sombra de un grabado de San Martín bien enmarcado, cerca de los percheros de madera y fierro, y a mano del tablero de precios de felpa, con letritas de plástico. Y hay que sentarse para mirar arriba, a los muros, sin caerse, porque ahí el Roma se pone realmente único con metros y metros de estanterías cubiertas de su stock de bebidas, cientos y cientos de botellas de etiquetas amarronadas hasta lo indescifrable. Además de un par de Criadores, además de un par de Cinzanos modernos, el ejército de botellas está compuesto por Tres Plumas y por un trago extinto, el Cubana Padilla. El menú de la pared es todavía más misterioso, ofreciendo cosas como Amaro Monte Cudine, Chinato Garda, Aperital, Luseral, Kal Say, Caña Habana, Grappa con miel, caña de durazno, Chissotti, Pipermint y “otras mentas”. Lo que indica, como en una clave, que estas bebidas murieron la muerte darwinista que impone el mercado es que no tienen precio. Siguen anunciadas, pero la sed se tiene que calmar con Ferroquina Bisleri, Pineral o una Bols. Estas reflexiones son invitadas por la atmósfera tranquila del bar, que no busca entretener y por lo tanto no aturde. Es un gran lugar para leer, ver pasar la gente, escribir, conversar sin gritos o comer una milanesa sin complicaciones. La experiencia hace recordar, como la magdalena de Proust, una manera menos complicada de estar en público. El Roma tiene 87 años cumplidos, un diploma de su Comuna por los servicios prestados y un cartel fileteado de la Vicejefatura de Gobierno que, extrañamente, afirma que está en Balvanera. Una pieza patrimonial que se puede disfrutar de ese modo tan raro hoy en día, el de darle su uso original.
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