La Cámara confirmó tajantemente la protección de Santa Catalina, la misma semana en que el PRO logró pasar los bares en las plazas. En Caballito piden verde, en Once que no haya miniestadio.
› Por Sergio Kiernan
Una de las ideas más positivas que echó raíces en esta maltratada ciudad es que los vecinos no pueden quedarse mirando lo que hace el gobierno porteño –ningún gobierno porteño– y aceptar pasivamente el cambio urbano. Esto es porque la ideología de que demoler lo viejo para construir cosas más grandotas, mucho peores en lo material y conceptual pero nuevas, y aumentar la densidad de personas, de medianeras y de coches, está instalada como “progreso”. Esto es un invento de despistados y de interesados por partes iguales, con gente que sigue pensando que Brasilia es un modelo de urbanidad y con otros que saben que San Pablo es el modelo de enriquecerse y que los demás se arreglen. Los jefes de Gobierno porteños fueron incapaces, fueron indiferentes o son “paulistas”, como el actual, veterano del negocio especulativo. No hay manera de que las cosas salgan bien.
Con lo que los vecinos en pie de guerra son el gran límite a la piqueta y la mezcladora de hormigón, y la Justicia resultó su gran arma. Esta semana, los que se movilizaron para frenar el crimen de lesa urbanidad que iban a cometer en la manzana histórica del convento Santa Catalina de Siena tuvieron la alegría de que la Cámara porteña confirmara el freno a una torre de particular horror. El fallo es también un duro cuestionamiento al permiso que la Dirección General de Interpretación Urbanística le dio a la obra, un caso ya típico de privilegiar el negocio por encima de todo dándole la interpretación más blanda de la ley.
Santa Catalina es uno de los escasos edificios coloniales que se salvaron de la segunda destrucción de Buenos Aires, la que arrancó con fuerza a fines del siglo 19 y dejó apenas alguna que otra muestra hispánica a la vista. Quien piense que es un macaneo que esta ciudad fue fundada por españoles, sólo podrá calmarse viendo alguno que otro resto en San Telmo, la iglesia del Pilar en Recoleta y el par de conventos viejos que nos quedan en Independencia y Salta, y en San Martín y Viamonte. Para felicidad general, Santa Catalina está abierto al público, con lo que es fácil comprobar que en nuestro contexto es una verdadera joya.
Pero como esto es la ingrata Buenos Aires, el convento y su linda iglesia están encajonados por un edificio enorme sobre Córdoba. Esta pieza es una muestra de las nuevas utopías salvadoras, el tipo de zonceras comerciales que el CPAU todavía afirma serán “el patrimonio del mañana”, pero de un tamaño simiesco. El resto de la manzana iba a correr el mismo destino, porque estaba desperdiciado con un estacionamiento que sólo la dictadura podía aprobar y esto era carnada para los especuladores. Con lo que en marzo de 2011, la DGIUR aprobó un proyecto para hacer un edificio de sesenta metros de altura y cien de largo, un paralelepípedo de vidrio azul que tomaría Reconquista entre Viamonte y Córdoba, con varios subsuelos pegados al convento y la iglesia coloniales.
El diseño del edificio era el aburrimiento habitual –semejante presupuesto y ni una idea aunque sea bonita, si no original– y su masividad iba a aplastar el entorno, que tiene además del conjunto colonial el lindo edificio de la UBA de la esquina y una serie de buenas piezas sobre Reconquista. El trámite resulta particularmente irritante porque la Legislatura estaba tratando en ese momento la creación del Area de Protección Histórica Catedral al Norte, ideada por el diputado macrista y actual funcionario a cargo de vendernos los bares en las plazas Patricio Di Stefano. Pese a que el proyecto era del bloque oficialista y había sido personalmente analizado por el ministro de Planificación, la DGIUR autorizó el proyectote de vidrio azul.
Para dar una idea de la audacia de la DGIUR, baste decir que no sólo se opuso el Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales –con una vehemencia rara en él– sino que hasta el anodino Consejo del Plan Urbano Ambiental dijo que no, y eso que se meten a opinar de patrimonio para empujar demoliciones y sólo para eso. No extraña que el World Monuments Fund pusiera el convento en su lista internacional de patrimonio en peligro a comienzos de este año, otro papelón que le debemos a la DGIUR.
Con lo que no extraña que se montaran abrazos, estudios, protestas y reclamos y que eventualmente se presentara un amparo para frenar el atentado. Lo firmaron Basta de Demoler, la directora de la revista Todo es Historia, Felicitas Luna, y el arquitecto y docente de la UBA Lucas Terra, con adhesión del presbítero Gustavo Antico, párroco y rector del monasterio. Entre muchos otros testigos estuvo el arquitecto Eduardo Ellis, que es el encargado de la restauración del conjunto.
Entre la irregularidad del trámite y lo guarango del diseño, se ganaron las dos instancias. Las juezas de la Cámara Mariana Díaz y Fabiana Schafrik consideraron que el gobierno porteño “debió abstenerse –en cumplimiento del marco jurídico vigente interpretado de modo global, coherente y sistemático– de emitir actos administrativos cuya puesta en ejecución pudiera incidir en la zona objeto de modificación legislativa y, en su caso, tras la sanción de la ley, ordenar la readecuación de los proyectos constructivos a las nuevas disposiciones legislativamente aprobadas”. Este encargo de ser sistemáticos y globales supera con mucho el nivel del macrismo, y eso de readecuar los proyectos de obra a las nuevas leyes va contra sus creencias más firmes, sobre todo si se pierden metros... pero por suerte hay jueces.
Con lo que una alegría más.
V. S. Naipaul, el gran escritor nacido en Trinidad de familia hindi, cuenta al pasar en una novela cómo un personaje que es su alter ego vuelve a su país después de muchos años y se asombra por el deterioro. Una de las cosas que más le llaman la atención es que ya no hay plazas en el centro de la capital, porque en todas se construyeron ministerios o dependencias públicas. Cuando pregunta por el tema, le explican que por supuesto el gobierno hizo eso, porque después de todo las plazas son tierra pública.
El macrismo acaba de hacer una variante del mismo tema al aprobar el nefasto proyecto de los bares en las plazas, que tiene hasta visos cómicos en su redacción. El PRO comulga con la ideología pavota de que las plazas son lugares “vacíos”, donde no hay nada más que pasto y por lo tanto están subutilizados. Esto recuerda el análisis de Rodolfo Livingston sobre las plazas de la dictadura, abiertas como campos de tiro y con líneas de hormigón como trincheras, estilo que comparte el macrismo cementador.
Según la ley aprobada, la plaza beneficiada tiene que tener por lo menos 50.000 metros cuadrados de superficie, con lo que la placita de barrio de una manzana se salva. El negocio nunca estuvo en esas pequeñeces sino en los grandes parques, con lo que hay más de 60 candidatos, que van de Plaza Irlanda a la joya de la corona de Palermo. Uno se permite dudar de que el Indoamericano reciba rápidamente un café...
Se supone que los bares serán pequeños, de veinte metros cuadrados más tres baños y un espacio limitado para mesas al aire libre. Lo cómico es que se prometa una arquitectura acorde con la historia y el entorno del lugar, dado que todo lo que instaló este gobierno que hace la promesa, de las estaciones saludables a las alquiladoras de bicicletas, es amarillo, brilloso, descartable, feo y fuera de lugar. Y hasta resulta sardónico que se ponga tanto cuidado en que los pavimentos de los bares no impermeabilicen la superficie cuando se vive levantando adoquines para reemplazarlos por asfaltados, perfectamente impermeables.
Menos mal que toda ley puede ser revocada.
Como si no tuvieran problemas con su asfixiado espacio urbano, los vecinos de ese barrio tan sufrido que es Once se están teniendo que movilizar contra un proyecto que ya costó una manzana casi completa de patrimonio edificado y que ahora puede complicarles la vida. Quien pase por Jujuy entre Moreno y Belgrano verá los restos de una cosa poco común en Buenos Aires, un frente continuo de viviendas y locales en estilo afrancesado. Lo verá, esto es, en ruinas porque la piqueta ya se cargó todo el interior de la manzana, empezando hace cuatro años y llegando hasta Catamarca, de modo que no haya vuelta atrás. Lo que se prepara para el lugar es todavía peor que la megatorrezota que todos esperaban: es un microestadio.
La Asociación de Vecinos y Comerciantes de Balvanera Sud salió al cruce con una movilización el sábado pasado con una fuerte crítica del proyecto. Resulta que el emprendimiento tendría capacidad para 18.000 personas, con tres subsuelos de cocheras y conexión directa a la flamante estación de la Línea H. Un estadio genera un tipo de movimiento masivo, desparejo y puntual, que en este caso significa que hasta 18.000 personas se presentan todas juntas al mismo tiempo para un evento, y luego se van. La zona donde se inserta este proyecto ya tiene problemas masivos de tránsito, con Jujuy doble mano –otra idea incomprensible– y un nivel de ruido y humos notable hasta en Buenos Aires. Es de imaginar el caos de un evento.
Pero estas cuadras son también un muestrario de problemas sociales y abandono que un microestadio de ninguna manera va a solucionar. Como para darse una idea, en la siguiente cuadra por Belgrano está el atroz edificio del Hospital Español, que fuera uno de los tesoros Art Nouveau de esta ciudad, parcialmente demolido y reemplazado por una obra de nula calidad arquitectónica y escasa calidad material. Lo que resta del edificio original yace en ruinas, terminando de hundir la zona.
Los vecinos y los comerciantes empezaron a juntar firmas para quejarse ante el Ejecutivo, que por supuesto ya aprobó alegremente todo, ante la Legislatura, la Auditoría porteña y hasta el Banco Ciudad, que parece que va a financiar el proyecto.
SOS Caballito hizo un pedido especial a los legisladores porteños para que no aprueben el proyecto de Normas Especiales para los terrenos ferroviarios de su barrio, que tiene el nombre oficial de Expediente 2513-J-2013 y agregado antecedente 1604-J-2011. El tono del escrito es preocupado, porque los vecinos del barrio saben que es su última chance de tener un parque que descomprima la zona más congestionada de la ciudad. Es que Caballito tiene 7 kilómetros cuadrados con 180.000 habitantes, casi el doble que el promedio porteño, un tránsito simplemente inconcebible, tres millones de metros cuadrados de construcción nueva en lo que va del siglo y 150 centímetros cuadrados de verde por persona, cuando lo recomendable es 10 metros.
Como se sabe, la Legislatura mostró un apuro y una energía notables en incluir el proyecto de shopping, oficinas y viviendas en las sesiones del año pasado y de éste. Esto muestra abiertamente que las grandes empresas tienen una coronita que los vecinos sólo pueden envidiar y que las necesidades urbanas más claras se posponen por los emprendimientos. Por eso, SOS Caballito pide que se archive el proyecto, se revise cómo fue que la empresa del shopping se hizo de los terrenos, que se haga un parque con servicios necesarios al barrio como una escuela y un centro de salud. Para ver la propuesta completa, que es mucho más extensa y detallada, ir awww.soscaballito.com.ar
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