La embajada de Uruguay está en venta con murales de discípulos de Torres García, cuyo futuro se ignora. Y la Iglesia de Cristo Científico vende su sede original, una rara pieza de clacisismo norteamericano ya catalogada.
› Por Sergio Kiernan
Buenos Aires es una ciudad llena de edificios culturalmente valiosos que son tratados como basura, demolidos, desgastados o remodelados sin la menor idea de qué hacer. Esto de ver casas viejas de un siglo con ventanas de aluminio, fachadas neoclásicas perforadas por aires acondicionados y plantas bajas arrasadas sistemáticamente, deja al caminante justificadamente paranoico. Si hay un edificio de cualquier tipo o tamaño en buen estado, el cartel de venta despierta negros pensamientos sobre qué hará el próximo dueño. ¿Demolerlo? ¿Destrozarlo del modo más guarango posible para dar una imagen de modernidad?
Estos temores se despertaron en estos días por el anuncio de la venta de dos edificios de mentes, estilos y usos muy diferentes, pero con valores propios cada uno. La hormigonuda y moderna embajada de Uruguay en la esquina de Las Heras y Ayacucho es uno, y la Segunda Iglesia de Cristo Científico en la calleja Sargento Cabral es el otro. Son respectivamente de 1978 y 1929, en apariencia el agua y el aceite, pero resulta que cada uno tiene algo que aportar a la sopa urbana porteña: una serie de obras de arte que forman parte de la misma construcción del edificio y una fachada y planteos interiores a la manera clásica vista por los norteamericanos, algo realmente único en Buenos Aires.
La venta de su legación en Argentina despertó bastante polémica en Uruguay, donde critican el “sencillismo” del presidente José Mujica como a veces fuera de lugar. Según parece, la torre de nueve pisos en plena Recoleta le sale sobrando a la embajada, que tiene una espléndida residencia en Alcorta y Ocampo que sirve de sede de días nacionales, recepciones y otros saraos. Según los diarios de Montevideo, las oficinas tienen más de un piso vacío, con lo que se pueden mudar varias de sus funciones a la residencia y a lo sumo alquilar algún espacio de oficina extra en una zona más barata.
El edificio en sí no es la gran cosa, aunque es una muestra medianamente típica del modernismo oriental. Diseñado por Mario Payssé Reyes, tiene una planta baja abierta y una elevación cerrada y texturada en hormigón, con unos raros aleros del mismo material, pesadotes ellos, cubriendo los ventanales. Este tipo de cerrazón es muy militar, un eco del bunker, que parece fue popular en ambas márgenes del Plata en esos tiempos de dictaduras y que en Buenos Aires nos dejó hasta un tipo de plaza con campos de tiro abiertos y senderos en trinchera con bordes de cemento.
Pero lo que importa en el mercado inmobiliario, se sabe, es la ubicación por encima de todo, con lo que el edificio tiene un valor de guía de 17 millones de dólares. Este jueves se cerró el período de ofertas abierto por el gobierno uruguayo para comprar los 6839 metros cuadrados, con dos subsuelos de cocheras y un salón auditorio que contiene la embajada, además de oficinas y una planta baja perfecta para un local o locales. Si alguien lo piensa como hotel, el lugar hasta tiene los dos últimos pisos ya preparados como alojamientos para funcionarios o visitantes.
El gobierno de Mujica afirmó que la venta se hace porque “su mantenimiento resulta oneroso, por lo que mantener dicho bien en el patrimonio del Estado no resulta conveniente”. Pero lo que no menciona en ninguna parte es el patrimonio artístico que forma parte de la misma fábrica del edificio. Resulta que, dictadura o no, los uruguayos mantienen la costumbre de darles algún rango simbólico a sus edificios públicos integrándoles arte. En este caso, el diseño incluyó de movida trabajos de alumnos del taller del grande Joaquín Torres García, uno de los más originales creadores de este continente.
Así, la embajada fue ornada con cerámicas del español José Collel, docente y artista que realizó varios murales todavía en posición en Las Heras y Ayacucho, incluyendo uno en exteriores sobre una terraza privada. También hay tres murales de Julio Uruguay Alpuy y de Edwin Studer, otro integrante del Taller Torres García. Más o menos bien conservados, todos estos elementos siguen en su lugar original, lo que al parecer no puede decirse de otras piezas de arte más portátiles que fueron removidas sin mayores explicaciones.
Con lo que estamos ante una duda binacional sobre piezas de patrimonio artístico que forman parte de un edificio en venta. Primero, porque los murales son patrimonio artístico uruguayo pero también parte del menguante stock de murales de Buenos Aires. Segundo, porque si el gobierno oriental no toma recaudos explícitos, como desarmarlos antes de efectivizar la venta y ponerlos a salvo en alguno de los dos países, podría ser el gobierno porteño el que termine catalogando las piezas (el edificio fue desestimado, por una vez con tino, por el Caap). De estos berenjenales de jurisprudencia salen ideas ricas y útiles para el futuro.
Quien se haya dado una pasada por Monticello o el campus viejo de la Universidad de Virginia reconoce el estilo de inmediato. La Segunda Iglesia del Cristo Científico de la cortada Sargento Cabral es una criatura del Iluminismo norteamericano, un caso de neoclacisismo a la inglesa filtrado y adaptado al Nuevo Mundo. Los veinte metros de frente sólo son explicables por la enorme influencia de Thomas Jefferson, el político, padre de la patria y arquitecto que terminó entronando el estilo como marca de la flamante república americana.
Por suerte para este artículo, las creencias de la iglesia en venta no son el tema, que se limita a la linda cuadra de Sargento Cabral al 800, casi completamente preservada, y al edificio. Firmado por Calvo, Jacobs y Giménez e inaugurado en 1929, el edificio es un caso de arquitectura parlante muy eficiente, ya que es inconfundiblemente un templo de un culto norteamericano. El material dominante es el ladrillo, con acentos en símil piedra, y una fachada dominada por dos columnas y dos pilastras de doble altura con unos peculiares capiteles vagamente egipcios. Estas verticales contienen tres puertas de acceso idénticas, de vanos destacados y pedimentos en semicírculo. Dentro de estas curvas se ve un libro abierto rodeado de laureles y rayos solares, motivo que domina el arco.
Las columnas y pilastras sostienen una importante entablatura con un ornamento muy simple y el nombre de la iglesia, en inglés, que es rematada por un gran pedimento con el interior de ladrillo encadenado formando, en el centro, una suerte de estrella discreta. Es un frente muy norteamericano, muy a la Jefferson y muy eficiente en darle aires a un edificio de apenas planta baja y primer piso, con un segundo parcial. No extraña que sus estrechas ventanas sean de guillotina, pero sí que las puertas sean verdaderas bellezas, talladas y con remaches de bronce muy elaborados.
Verdadero artefacto cultural, la iglesia tiene discretamente colocada junto a los peldaños centrales una placa de material que avisa en inglés que “Esta iglesia es una rama de su Iglesia Madre, la Primera Iglesia del Cristo Científico de Boston, Massachusetts, EE.UU. Erigida en 1929”. El edificio contiene un gran ámbito de reuniones y una biblioteca, con lo que su distribución resultará compleja para darle otros usos. Por suerte, en este caso se puede saber que el edificio de la sección 3, manzana 30, parcela 17ª está protegido con una catalogación estructural con ley en firme. Esto quiere decir que quien llame a Toribio Achával deberá saber que no puede demolerlo bajo ningún concepto y que enfrenta fuertes límites para cambiarlo y sobre todo para ampliarlo.
Pero así como la embajada de Uruguay despierta interés por piezas de su interior, el templo del Cristo Científico está completamente equipado con mobiliario y accesorios de época. La venta del edificio no implica la desaparición de este culto en el país –tiene otras sedes y un salón de lectura en Once–, con lo que es de esperar una mudanza de los artefactos, que son parte –ellos también– del patrimonio cultural de la ciudad.
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