Sáb 01.11.2014
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Distancias

› Por Jorge Tartarini

Podrá haber sido frecuente, habitual y hasta de difundida práctica a fines del siglo XIX la realización de proyectos a distancia, desde los países centrales a los otros, a los de los continentes con colonias formales y de las otras. Y también a cuanta nación deseara tener consigo algo del deslumbrante mundo que irradiaban las grandes capitales de aquella época. Diagonales, rond points, arcos de triunfo y palacios franceses, esparcidos por toda América. Fueron tan sólo un ejemplo de transferencia entre muchos otros, con similitudes en Nueva Delhi, Camberra, Belo Horizonte, La Plata, Buenos Aires, Guayaquil e infinidad de urbes en Asia, Africa y la propia Europa. A pesar de ser algo común, esta modalidad nunca dejó de llamarme la atención. En particular, aquello de que los proyectistas no conocieran personalmente los lugares donde se levantaran sus obras y que ni siquiera tuvieran participación en la dirección de los trabajos. En el mundo del eclecticismo historicista universal, sabido es que no era una rareza y había principios generales que facilitaban el manejo de los sistemas de composición, estilos, ornamentación y significados. Habida cuenta de que la mayoría de las facultades y politécnicos tenían entonces programas de enseñanza bastante parecidos y con un substrato común, básicamente el de la Ecole des Beaux Arts. Sobre estos procesos de transculturación hay sobrada bibliografía y, afortunadamente, con visiones diversas de un fenómeno que aquí sólo abordaremos desde una personal y –estimo– razonable curiosidad.

Una cantera rica en ejemplos sobre el tema han sido la fundación de La Plata y el concurso internacional de edificios públicos realizado en 1881. En él sólo resultaron premiados dos edificios, el Palacio de la Legislatura y el Palacio Municipal. Por extraña coincidencia, sus autores, los arquitectos Gustavo Heine y Jorge Hagemann en el primer caso y Huberto Stier para el ayuntamiento, provenían de la ciudad de Hannover, Alemania (en 1881, Prusia). No estuvieron aquí y recibieron sus honorarios en francos, del otro lado del mar. Lo bueno es que para la dirección de las obras se contrataron arquitectos alemanes de Hannover, que dejaron su impronta por aquí. Como Carlos Nordmann para las obras de la Legislatura, quien se radicó en nuestro país hasta su muerte y nos legó obras de excelente nivel. O bien Ernesto Meyer, quien también se radicó entre nosotros. Además de dirigir los trabajos del Palacio Municipal platense, creemos que Meyer tuvo destacada participación en el proyecto de la Catedral de La Plata, que la tradición adjudica al arquitecto Pedro Benoit. El museo que está en el subsuelo de este templo neogótico guarda un corte perspectivado elaborado por Meyer que habla de sus excelentes cualidades de dibujante, y algo más. Aptitudes que también observamos en un antiguo álbum con láminas de los principales edificios públicos que Meyer hizo para el Museo de Ciencias Naturales en los primeros años de la ciudad.

Las autorías a distancia se multiplican. Louis Marie Henry Sortais proyectó el Palacio Paz y nunca estuvo por aquí; René Sergent hizo lo propio con el Palacio Errázuriz y el Palacio Atucha. Lo mismo sucedió con el francés Henri Azière, quien diseñó el Palacio de los Patos en la calle Ugarteche.

Pasados los años del eclecticismo y llegando a los de la segunda posguerra, encontramos en La Plata una obra proyectada por Le Corbusier, la Casa Curutchet (1949-1953), quien naturalmente nunca estuvo paseando por la capital provincial. A diferencia de los ejemplos anteriores, aquí unas fotos del entorno obraron maravillas en manos del maestro suizo, quien sacó máximo provecho de las exiguas dimensiones del terreno, de su relación con las medianeras y particularmente con el espacio verde a su frente. Un verdadero manifiesto del movimiento moderno –de su obra– reunido en una vivienda para un médico de la ciudad.

En 1987 para la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos preparé los documentos necesarios para la declaratoria de la casa como Monumento Histórico Nacional. En aquella oportunidad mantuve un intercambio epistolar con su propietario, el doctor Curutchet, quien me interiorizó sobre los pormenores de las obras. A su juicio, ninguno de los profesionales a cargo de los trabajos había sabido interpretar acabadamente los planos del maestro suizo, a quien consideraba un verdadero “profeta”, y como tal, incomprendido. Los problemas para él se multiplicaron y quien salvó las obras fue el excelente carpintero que realizó el mobiliario original y carpinterías de esta casa/consultorio.

Como se ve, entre el inicio y el final de este breve relato existen distancias irreconciliables y también coincidencias. Entre estas últimas, resalta con mayor nitidez la excelencia arquitectónica de los monumentos mencionados. Una condición que no parece haber sido opacada por la ausencia de sus autores. A la calidad del proyecto de origen se sumó la labor de alto nivel desplegada aquí por profesionales –y artesanos– que interpretaron acabadamente sus creaciones.

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