El abandono de toda idea de estética urbana a favor de la especulación tiene un lugar simbólico. Es el cruce de la 9 de Julio con la Avenida de Mayo, el rincón más feo de Buenos Aires.
› Por Sergio Kiernan
Hay mitos de la historia, como está de moda decir hoy, que resultaron nomás míticos, sanatas, errores o alguna de las “verdades a designio” que le gustaban a Sarmiento. Pero hay otros que tuvieron una expresión difícil de discutir, una en ladrillo y piedra, expresada en la creación de espacios urbanos. Cuando la Argentina vieja, la criolla de arquitecturas sencillas y reticentes, se hizo rica de vacas y granos buscó expresar su nuevo lugar en el mundo reconstruyendo sus espacios urbanos y bajando una línea expresada en piedra de París. Si Argentina iba a ser un gran país necesitaba grandes edificios, una expresión material de riqueza y futuro. Y como en estos pagos no había palacios de la aristocracia a reciclar como edificios públicos, se construyeron escuelas, correos, ministerios, terminales de trenes, hospitales y hasta galpones que exudaran elegancia, aplomo y civilización. Como el proceso y el estilo se ampliaron a avenidas, parques, bulevares, costaneras y puentes, y como fueron ávidos de talento y sistemas de estética, el resultado tuvo destellos de belleza. Las ciudades argentinas terminaron siendo realmente bonitas.
Como se sabe, Dios es arquitecto y debe haber sonreído viendo a los argentinos concentrarse en los detalles. Calles empedradas y bien niveladas, con cordones de piedra dura y veredas anchas, árboles en intervalos exactos y bien pensados, catenarias ornamentales o faroles bien diseñados, ochavas seguras y esquinas amplias. El tejido urbano sostenía manzanas y manzanas de arquitectura privada coherente en su textura, kilómetros de símil piedra con las aperturas bien colocadas, proporciones bien pensadas y ornamentos de acuerdo con el canon. Las plazas servían de focos para la trama, con arboledas más densas y –a futuro– más altas, caminos de polvo rojo y un monumento o una calesita.
Los edificios públicos de estas ciudades eran inconfundiblemente públicos, anunciando su condición de banco, escuela, gobierno, correo en un lenguaje clarísimo y digno. Hasta la gradación de clases sociales eran variaciones sobre un mismo tema, con cambios en el tamaño y el lujo pero sin rupturas excesivas. Entre la casa del obrero calificado en la avenida Iriarte, la del médico próspero en Villa del Parque, el empresario enriquecido en Barrio Norte y el estanciero en Quintana no había un abismo estético.
Los restos de esta belleza y coherencia pueden buscarse y verse en las ciudades argentinas, hasta en esta Buenos Aires demolida sin pena. Por ejemplo, abstrayendo la vista del verde del Parque Tres de Febrero y mirándolo como lugar construido, con faroles, veredas y equipamiento urbano. Gracias a una ley específica, los sucesivos municipios no lo destruyeron por completo como arquitectura del paisaje. Lo mismo ocurre en ciertos ángulos de Recoleta, con sus farolas doradas y sus edificios viejos, o en rincones bien urbanizados que van del barrio inglés de Lomas a ciertas cuadras de Devoto, donde todavía prima el planeamiento original.
Pero cuidado, porque el contraste con lo que se piensa, planea y hace ahora es brutal, doloroso. El macrismo busca dejar su marca en la ciudad rompiendo todo lo que pueda y reemplazándolo por algo peor, más baratieri y feo. Es una aceleración de un proceso de mala gestión de la estética urbana que viene de años pero se apura porque el PRO es el partido de los especuladores y las grandes constructoras, que hacen mucho dinero rompiendo la ciudad y rehaciéndola.
Un nudo de este mal gusto público particularmente desolador es el alguna vez notable cruce de la Avenida 9 de Julio con la Avenida de Mayo, simbólico porque es la articulación de dos proyectos de planeamiento urbano. dos avenidas que rompieron la retícula española. Con los años se dio una curiosa sinergia, la pulsión de “hacer algo” en ese lugar mezclada con la perfecta falta de ideas sobre qué hacer con la 9 de Julio. La falsamente “más ancha del mundo” les resulta irresistible a todos los intendentes, que viven rehaciéndola de parque a metrobús, y el cruce con la Avenida de Mayo es un centro de esta energía negativa. Quien vaya y lo mire con cuidado verá horrores.
El objeto más viejo en el cruce es el tristemente célebre Quijote, regalo de España a la dictadura y muy posiblemente el más feo jamás realizado. La plazoleta sobre Lima entre la avenida e Hipólito Yrigoyen lo muestra ahora enrejado y afeado más todavía por unos canteros inexplicablemente diagonales y unos bancos de cemento que nadie usa porque hacen doler la espalda de sólo verlos. Todo lo que sea cemento está pintado de un verde hospital, pero esta plazoleta al menos tiene espacio libre y las dos viejas palmeras imperiales le dan un poco de dignidad. Del otro lado de la 9 de Julio, sobre Bernardo de Irigoyen, se repite la flojera: espacio libre, un pino mocho, una palmera joven plantada en una especie de platito de maní de cemento, y hasta un hueco para un futuro monumento.
El horror urbano se agrava del lado norte, donde la provincia de Misiones se vengó de alguna ofensa porteña con una pieza de particular fealdad. Entre la avenida y Rivadavia angosta, sobre Bernardo de Irigoyen se levanta el Mingitorio Misionero, una “escultura” que supuestamente es un elogio, un símbolo o un apelativo a las cataratas del Iguazú. Se trata de un semicírculo de bloques de piedra verticales con cascotes pegados con cemento por donde pasan cañerías de agua. El agua sube y cae, creando una nubecita como de vapor y un río. Según un cartel cargado de escudos, la pieza es “una recreación de la Garganta del Diablo” que “transmite la experiencia, sensaciones, vibraciones y energía de esta Maravilla”.
El mensaje tan New Age falla, porque la escultura no transmite ninguna de estas sensaciones o energías, y parece nomás un mingitorio con exceso de presión de agua. El autor –y el autor del texto– todavía se debe estar preguntando cómo hizo el gobernador Maurice Closs para creerse todo esto. De hecho, el monumento fue usado como mingitorio por la población sin techo del centro, con lo que hubo que enrejarlo. El gobierno porteño completó la plazoleta con la idea de que “entre más más, más mejor”, saturándola de objetos. Atrás del mingitorio siguen dos de las viejas esculturas de hierro que alguna vez estuvieron en Plaza de Mayo, melancólicas en su elegancia. Hay dos palmeras imperiales y tres más jóvenes, sostenidas con palos, plantadas también en platitos de maní, y otro cantero en diagonal.
Enfrente, sobre Lima, hay otra plaza, dedicada a Corrientes, donde la confusión visual es todavía peor. Sobre Avenida de Mayo está, seca y sucia, una de las fuentes de hierro con las que nadie parece saber qué hacer, de tanto que las emigran. El magnífico objeto parece abandonado, no sólo porque no anda y junta basura sino porque nadie le creó un entorno, está simplemente tirada ahí porque sí. Para peor, el resto del espacio está prácticamente tomado por un cantero confuso, con aire de trinchera militar, por el que asoman ventilaciones y más platitos maniseros con palmeras. Todo respira baratura material y conceptual.
Pero en el rincón de Rivadavia y el carril central de la 9 de Julio, está el indio de lata. Es como un muñequito de huevo Kinder, con una lanza con un banderín, brillante y pulido. Tiene una expresión vacua pero algo preocupada porque la amoladora con que lo limpiaron le abrió un ojo más que el otro. Sus piernas son cuadradas, modelo anterior a Astroboy, y su bragueta tiene unas ménsulas preocupantes. El asombrado visitante encontrará la explicación del objeto en una placa sobre la muy berreta base de adoquines que sostiene al indio de lata. Ahí se explica que el gobierno misionero decidió homenajear con esa burla al Comandante General Andrés Guacurarí y Artigas, también conocido como el cacique Andresito.
Este vaudeville urbano se unifica con la interminable variación de luminarias de todo tipo, mezclando luz de gas con leds, farolas de hierro fundido con farolitos chinos, que le da al conjunto un aire pueblerino, berreta, chillón. Es notable que en el cruce de dos perspectivas semejantes, la enorme de la 9 de Julio y la encupulada y tradicional de la Avenida de Mayo, se lograra algo semejante. Lo único que le faltaba era una estación amarilla del metrobús.
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