› Por Jorge Tartarini
No mucho tiempo atrás, pocos creían que la creación de espacios para la cultura, el arte y la educación en las barriadas más deprimidas de América latina podía contribuir a mejorar las condiciones de vida de su gente. Quienes así pensaban lo hacían en términos de una cultura anacrónica, sesgada en su función vitalizadora de la memoria e identidad colectivas. Por el contrario, las últimas experiencias desarrolladas en estos asentamientos por bibliotecas y museos, planteados como lugares de encuentro y participación, ayudaron a cambiarles el rostro a zonas estigmatizadas por la violencia y la exclusión social. El rostro y bastante más, como puede verse en el proyecto Biblioteca Favela. Ler é dez-Leia Favela, creado por Otávio Júnior –nacido en el complejo de favelas de Alemao– con el propósito de enseñarles a los chicos que existe algo más provechoso que ese ambiente apropiado por el crimen organizado, las drogas, las armas y la violencia doméstica.
Para Otávio, los libros proponían otra visión del mundo exterior, ajena al consumismo y el glamour de la televisión. Con la puesta en marcha del proyecto, ese horizonte trágicamente predestinado fue cambiando, en la medida que se redujeron los índices de violencia y drogadicción. Esta labor obtuvo en 2013 en Madrid el Premio Brasil 2013 como mejor propuesta de labor social. Otro caso gratificante es el de las bibliotecas levantadas en comunidades marginadas de Bogotá y Medellín. Una iniciativa que ayudó a cambiar la percepción de que el acceso al conocimiento, la cultura y las iniciativas comunitarias eran sólo un lujo de sociedades ricas.
Los museos a cielo abierto también hacen mucho a favor de la recuperación de barrios y asentamientos. El muralismo desplegado por artistas y vecinos en la mayoría de los casos es una excusa para reunir a la comunidad e integrarla tanto en el proceso de creación como en la ejecución misma de las obras. En Chile, los museos de esta naturaleza se multiplican en poblaciones como Villa Galvarino, Villa Maipú, Villa Teniente, Villa San Miguel y otras. Y entre nosotros también, como la iniciativa impulsada por jóvenes de un colegio secundario del Barrio Ejército de los Andes, más conocido como Fuerte Apache, así bautizado por el periodista José de Zer en medio de un espectacular tiroteo.
Allí, con el apoyo del municipio y del gobierno provincial, muralistas de América latina junto a ellos procuran poblar de murales paredes y edificios públicos. El arte, de esta manera, surge como expresión de una identidad comunitaria deseosa de desmitificar la imagen arquetípica de caos y violencia con que reconocen el barrio los medios en general. Los murales, así concebidos, a la vez de enriquecer la escena urbana, plantean una mirada desde dentro del Fuerte, la de su propia gente, y su necesidad de reivindicar sueños y esperanzas. Una premisa que refleja con elocuencia el juego de palabras utilizado en uno de los murales, donde la expresión Fuerte Apache se transforma en “Suerte Apache”.
En el proceso de organización y creación de las obras han participado niños y adolescentes del barrio, los que trabajaron guiados por artistas. Tengo para mí que los jóvenes serán los principales beneficiarios de las huellas dejadas por estas intervenciones. Es que, muy probablemente, lejos de destruirlos o grafitearlos, ellos se convierten en sus principales custodios y, con el tiempo, pasen a formar parte sustantiva de su patrimonio. Un legado fruto de un esfuerzo colectivo genuino y reivindicador, que convierte al sujeto en operador activo en la construcción de su identidad. Naturalmente, bibliotecas y museos no pueden tener todas las respuestas a las cuestiones sociales pendientes. Pero no dejan de constituir una herramienta esencial para mejorar la calidad de vida y los valores de identidad de comunidades largamente postergadas.
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