Sáb 20.12.2014
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Entre el ridículo y la preservación

Los vecinos de Barracas lograron un paquete de catalogaciones, pero el caso del viejo palacio Bemberg alerta sobre el absurdo de las leyes tímidas que limitan, apenas, el negocio.

› Por Sergio Kiernan

La preservación de la arquitectura porteña es una criatura contradictoria, débil y manoseada por los intereses económicos de un sectorcito, el de la especulación inmobiliaria. Esta “industria” sólo piensa en crear metros cuadrados sin la menor atención a la calidad constructiva –caños de plástico, cementos mal puestos, materiales ínfimos– y mucho menos a la calidad conceptual de lo que construye. Al contrario de los que crearon nuestro patrimonio construido y pensaban también en hacerse ricos, a los de ahora no les da el piné ni para hacer una fachada. La tragedia de la destrucción de nuestros edificios es doble, porque perdemos los históricos y los reemplazan por edificios de baja calaña.

Como el gobierno del PRO es uno de especuladores, participa del negocio y lo protege del modo más simplista posible. Para comparar con una capital del capitalismo salvaje y ciudad a la que los macristas copian en lo visible, en Nueva York hay hectáreas enteras protegidas, barrios enteros –medio Brooklyn, un 25 por ciento de Manhattan– con las alturas trabadas para no romper el tejido histórico y manías socialistas como cobrarles a los especuladores lo que cueste adaptar la infraestructura a sus megaproyectos. Los macristas y sus socios en esa fenecida profesión, la arquitectura, se ponen bizcos cuando escuchan estos pecados.

Con lo que el armazón de protección patrimonial porteño es de una debilidad deliberada, una curita para salvar las apariencias y un sistema subordinado a la verdadera prioridad, que es la altura posible de construir en un lote. Excepto cuando se cataloga algo de un modo integral, preservando el edificio como un todo, se manda preservar la fachada y se deja demoler todo el interior e irse para arriba. El resultado es patético y absurdo.

Para este fin de año, el contraste entre protección “de curita” y protección efectiva queda violentamente mostrado por algo que pasó en Recoleta y algo que pasó en Barracas. El primer caso es doloroso y ridículo, y se explica porque fue atendido entre empresarios y macristas, con la gente reclamando desde afuera. El segundo caso es una alegría en la que los vecinos dieron una larga pelea y lograron resultados verdaderos.

El edificio de los Bemberg en Montevideo al 1200, frente a la plaza Vicente López, fue un caso fundacional en esta aventura de salvar los edificios. Ya a fines del gobierno de Jorge Telerman, en 2007, el flamante grupo Basta de Demoler presentó un amparo para preservar el bello edificio francés, alquilado hasta hacía poco por una dependencia judicial. Con gran crueldad, lo iban a demoler para hacer una torre vidriada de particular fealdad y mediocridad, un objeto intrusivo en un entorno donde todavía mandan edificios de época.

Basta de Demoler, con ayuda de la entonces diputada Teresa de Anchorena, encontró un argumento muy sólido para frenar el atentado. Resulta que el Bemberg estaba en trámite de catalogación en la Legislatura, pero el Ejecutivo había autorizado su demolición, una costumbre que ni el supuesto progresista Aníbal Ibarra ni el “cultural” Telerman se habían dignado cambiar. Los amparistas explicaron y la Justicia aceptó que eso era un conflicto de poderes porque una demolición por cierto impedía que los legisladores hicieran una ley de protección. La cámara, ante la apelación del gobierno de Telerman, no sólo confirmó sino que amplió a todos los casos el nuevo mecanismo: si la Legislatura consideraba un caso de catalogación, el edificio quedaba protegido hasta que se votara.

La empresa dueña del edifico Bemberg protestó y protestó, y se negó a cambiar el diseño, pese a que Anchorena hasta les alcanzó un diseño del clasicista Alejandro Moreno para mantener el estilo e irse hasta la altura máxima de un modo armónico. La firma no quiso saber nada, esperó a que se catalogara el edificio y ahí arrancó. No les fue mal, porque la Legislatura sólo aceptó preservar la fachada. La empresa demolió por completo el interior, hasta el último ladrillo, y construyó el bodrio de vidrio por adentro, ahorrándose los vidrios. Como puede verse en las fotos, hizo entrepisos para ganar metros cuadrados que asoman por el medio de las ventanas, y se fue para arriba con una caja... de vidrios.

Lo más absurdo es que todo este pastiche es vendido en la página web de la firma con un entusiasmo deprimente. El palacio Bemberg ahora se llama IQ Recoleta Plaza, y el primer absurdo es que IQ quiere decir cociente intelectual, en inglés. Ahí se afirman cosas como que “el objetivo fue recuperar un patrimonio histórico”, “conservar la arquitectura e identidad de esa época” y “embellecer nuestra ciudad”, todo fácilmente desmentible viendo las fotos de esta nota.

Luego se dice que con gran generosidad la firma mantuvo “las fachadas barrocas” del edificio; ni lo uno ni lo otro, porque ese frente no tiene nada de barroco y mantenerlo fue una obligación por ley que, como se dijo, la empresa aceptó de malísima gana. Para cerrar la comedia, se dice que “respetaron los vanos” y se preservaron las carpinterías, cosa visiblemente falsa por esos entrepisos y rejitas imitadas.

En violento contraste, Barracas está festejando una ley ómnibus de preservación de sus edificios, que muestra la potencia de los vecinos organizados. Como se sabe, ese sur porteño es un verdadero repositorio de arquitecturas porteñas, un arca, y después de muchos años de demoliciones despectivas logró bajar alturas, conservar piezas únicas y en general bajarles el copete a los especuladores. Tan fuerte es la tendencia ahora, que hasta lograron que se catalogaran edificios con los frentes pintados o con agregados. En lugares como el CAAP, que descarta o acepta las propuestas, son tan “puristas” que consideran que cualquier edificio al que le hayan hecho el menor cambio es demolible. Pero en la lista de Barracas está el hogar de ancianos de Montes de Oca 284, con un tercer piso de cubierta liviana agregado, y la esquina de Cochabamba 592, con una gran habitación en la terraza.

Las cuarenta piezas protegidas incluyen tipologías que ya están en riesgo de desaparecer, como la esquina de Cochabamba 502. Es uno de esos edificios a la italiana, bien decimonónico, con local abajo y balcón corrido arriba, criollo y europeo a la vez, que los especuladores parecen odiar en particular. E incluyen edificios por los que nadie debería temer, como el Normal 5 de Arcamendi al 700, ya que un Estado responsable por la cultura sería una garantía. Pero hasta los colegios hay que preservar por ley, para que el macrismo no los destruya con contratos para los amigos o aulas container.

El único problema que tienen estas preservaciones es que comparten con el bodrio de IQ la característica de ser apenas cautelares. Y si no se bajan las alturas en estos casos, lo que se logra es un ridículo como el pastiche de la calle Montevideo al 1200.

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