Sáb 03.01.2015
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Un tesoro de los ingleses

El Colegio St. George de Quilmes guarda en su campus una hermosa capilla centenaria, un pabellón escolar digno de cualquier condado y una idea de conjunto que es una alegría encontrar preservada.

› Por Sergio Kiernan

Si un país como el nuestro es un palimpsesto, una hoja escrita y vuelta escribir hasta que el texto final es una superposición de palabras, gestos e ideas, el lector atento lo podrá entender si mira los detalles. Como un país es más que una hoja o un texto, también son los edificios y los lugares construidos los que funcionan como palabras. La suerte argentina es tener tantas de estas buenas palabras en lenguas de polacos, de gallegos e italianos, de alemanes y judíos, de franceses. Y también de los que participaron de lo que Andrew Graham-Yooll llamó “la colonia olvidada”.

En este siglo XXI, parece un sueño que en Argentina hubiera una colonia británica que fue enorme, influyente y cotidiana. Además del ferrocarril, los servicios públicos, la carne y los seguros, y la tan condenada influencia política, estos ingleses, escoceses, galeses e irlandeses vivieron entre nosotros. Por eso nuestro mapa está marcado de nombres –Claypole como Wilde, Hudson y Trevellyn, por no hablar del célebre por mal pronunciado James Craig– y por eso jugamos a tantos deportes que son, ellos también, ingleses.

Y por eso es costumbre aquí que una estación de trenes tenga el techo a dos aguas agudas, el muro de ladrillo, la galería de maderas tramadas y un aire eduardiano o victoriano. Y también que una terminal comparta, como las de Retiro, la variante clasicista a la inglesa, claramente reconocible para un argentino en cualquier parte del viejo imperio, de Johannesburgo a Sydney, de Alberta a Bombay.

Menos conocidos son ciertos artefactos arquitectónicos que se construyeron en los suburbios o en el campo, y que servían a comunidades discretas. Estos edificios no eran en rigor públicos sino pensados para sostener una identidad o formarla, y por eso eligieron un lenguaje profundamente vernacular, de lo más inglés posible. En Quilmes, en un sector que fue campo abierto y hasta hace poco era suburbio hacia la costa, se alza perfectamente conservado uno de esos conjuntos, el que forma el Colegio Saint George. Son unas cuantas hectáreas ahora rodeadas de casas, más verde, canchas y árboles que otra cosa, con una notable colección de edificios que van cubriendo el siglo XX y sus estilos. Y con un conjunto de edificios realmente únicos en Argentina.

El St. George arranca en 1898 por una necesidad muy simple de tanto estanciero, chacarero, ferroviario y comerciante inglés desparramado por el enorme país de los argentinos, el que hablaba castellano y era católico. La idea era tener una escuela que formara ingleses en su cultura y en su religión, un internado que evitara la angustia de mandar a los chicos a Gran Bretaña para verlos años después, como ocurría en la India imperial. El canon Stevenson, que ya dirigía la iglesia anglicana de Quilmes, arrancó con la idea en una quinta de ingleses.

Con lo que en 1898 empieza lo que llaman allá una escuela “pública” que, perversamente, es en realidad privada. La explicación es simple, porque esas escuelas en el Renacimiento eran públicas en el sentido de no ser canónicas, no estar afiliadas a una parroquia y enseñar algo más que teología. En el St. George de hoy se preservan algunos de los muy modestos y encantadores edificios de este comienzo, unas casitas que servían de servicios a la quinta original –perdida en un incendio– o se construyeron para alojar a los primeros alumnos.

Estas casitas son un ejemplo de integración de vernaculares muy típica. Así como existe un estilo español colonial y un francés de las Antillas, existe un estilo inglés “tropical”, el que toma materiales locales, piensa en el clima reinante y da lugar a inventos como la casa de campo australiana, con sus galerías panzonas, y a un neotudor de ventanas grandes, que te salven de la asfixia. Las casas más viejas que adornan el St. George son claramente inglesas y criollas, y uno se queda pensando si la mixtura salió así por la mezcla de diseñadores y constructores, o fue pensada de antemano. Como sea, son un encanto.

Ahí nomás está el lugar más querido del colegio, la capilla inaugurada en abril de 1914, originalmente anglicana y hoy simplemente cristiana. Los primeros alumnos del colegio iban a misa en Quilmes, donde el director Stevenson era también pastor. Para 1906, los servicios se improvisaban en el colegio mismo, pero la idea de tener capilla propia iba creciendo y en 1913 Stevenson logró poner la piedra fundamental de la capilla. Todavía se comenta lo que costó juntar los fondos en un país donde no existía –¿no existe?– la tradición de donar para este tipo de cosas. La cosa es que en abril de 1914 se consagraba el lugar.

Lo que construyó Stevenson es una pequeña iglesia con espacio para 180 personas, en planta de cruz latina y en un estilo gótico muy inglés, muy tradicional y muy tranquilo. El edificio tiene un garbo muy superior a su tamaño real gracias al maduro truco de perspectivas que crean los techos atiplados. La fachada se proyecta en un ángulo pronunciado y logra una altura suficiente para sostener tres ventanales altos y góticos. La nave central se alza también altísima por seguir el ángulo cerrado de la cumbrera, con lo que uno se encuentra con metros y metros de buena madera allá arriba y, en el exterior, un rotundo techo de tejas viejas, maceradas por el tiempo.

El frente tiene una entrada proyectada, un pórtico para salirse de la lluvia muy apto para el clima británico y sostenido ya por la necesidad de la tradición arquitectónica. Pero lo que le da real gracia a la capilla, lo que la salva de parecer una casa bien hecha adaptada a un nuevo uso, es la torre del reloj donada posteriormente por los hermanos Agar. La torre tiene una rara ochava rotada, que le da movimiento al conjunto y crea una rotunda asimetría en el frente. Además, no hay manera de no encantarse con el remate con almenas, allá arriba del reloj. Que, dicho sea de paso, funciona perfectamente.

Las naves laterales que forman la cruz salen con solvencia del cuerpo principal por otro recurso afiladísimo del vernacular inglés. De muros de idéntica altura al cuerpo principal, los laterales tienen la cumbrera un buen par de metros por debajo, con lo que ni compiten ni crean problemas estructurales de fondo. Es un caso más de la capacidad infinita de aceptar con elegancia agregados y más agregado que tiene este estilo que “ensombrera” cualquier edificio con tejados tan jugados.

El interior de la capilla fue reuniendo tesoros muy queridos por alumnos y ex alumnos, por sus significados. Hay seis vitrales recorriendo la vida de Cristo, hay cuatro ángeles de piedras de buena factura, hay seis santos y profetas de la misma mano, y hay un órgano de Plymouth que es una belleza. En dos muros hay otro artefacto imperial, éste de memoria terrible: las placas que recuerdan a los casi 500 alumnos y ex alumnos que cayeron en las dos guerras mundiales luchando por el viejo país.

Materialmente, la capilla es llamativa porque, al contrario que tantos edificios británicos, sus materiales son locales. Ciertas infraestructuras ferroviarias, como los puentes de Palermo o de Barracas, nos acostumbraron a ver la arquitectura inglesa delineada en ladrillos de un tono y una nitidez de líneas nunca repetida. Esos ladrillos eran importados, traídos absurdamente desde Gran Bretaña en verdaderas flotas. No es el caso de la capilla de San Jorge, construida con ladrillos locales –probablemente, por cercanía, los que producía Ctibor para La Plata– y con las líneas más irregulares y el color más claro de nuestra arcilla. La madera, de muebles y de estructura, es local o paraguaya.

Si se vuelve a la entrada principal del colegio desde la capilla, se pasa por una serie de viviendas y antiguos dormitorios de impecables líneas eduardianas. Sencillos, de ventanas de guillotina, dos pisos, pechos a 60 grados, chimeneas marcando el ritmo y falsos half timbers, estos edificios tienen cada uno un encantador porche de entrada, sostenidos por columnas medievalizadas y con buenas maderas. Son más vivienda que otra cosa, pero es un raro eco de Lutyens entre nosotros.

Pero el premio está en el edificio junto a la entrada, el mayor y más impactante, y el único con firma de arquitecto famoso. El hall de la escuela primaria fue construido y diseñado en 1929 por Sydney G. Follett, un inglés buen mozo y simpático que fue uno de los tres arquitectos de la estación Mitre de Retiro, se fue quedando construyendo bellezas por aquí y por allá, y se dio el gusto de crear este pabellón como si todavía estuviera en las Midlands.

El hall fue originalmente un dormitorio, es hoy un conjunto de aulas y, paradójicamente, está en obra para volver a ser dormitorio, ya que cada vez más familias piden internados. Largo y sombrerudo, con techumbres de gran superficie, el conjunto gana ritmo por los extremos más anchos que el centro, formando plantas cuadradas, y por los detalles de chimeneas dobles, un dormer protuberante y un jardín de invierno de pequeño tamaño. La entrada es señalada por un quiebre en el agua principal que forma un tímpano donde se protege una placa con el año de inauguración, por un portal con columnas que sostienen un balcón oval y por una coqueta torre de reloj que remata un poquito a la Hawksmore y sostiene una veleta. Los muros son revocados a la gruesa, muy rusticados, y el ladrillo asoma sólo encima de las ventanas y en una línea continua marcando las plantas todo a lo largo del frente.

En los interiores se puede ver la idea de orden escolar de la época, poco superada hasta ahora. Las aulas se abren a un amplio pasillo central, lo que permite que todas tengan luz y miran a algún sector del parque. En cada extremo hay una escalera y en el centro, frente a la entrada, hay una mayor. El hall preserva una alegre cantidad de elementos originales, de los pavimentos a las rejas de herrería, de las maderas a los matafuegos de bronce, hoy puestos como adorno. En el St. George prometen que la intervención será mínima y respetuosa de la tradición y la fábrica del lugar.

El resto del campus depara sorpresas como una casa –este tipo de colegios abunda en residencias para sus profesores– neogeorgiana de líneas depuradas, muy modernas, y edificios de enladrillado a la americana pensados en ese modernismo clasicista de los años cincuenta. Es un estilo raro por aquí, con un ejemplo notable en el Instituto Evangélico Americano de Simbrón al 3000, en Villa del Parque. El contraste entre los edificios originales y los realizados en el modernismo actual es vívido, por decirlo cortésmente.

Pero nada puede llegarle al poder de encontrarse con los conjuntos del St. George, bien conservados y en su entorno original, con los prados y las arboledas que los contienen, los esconden y los demarcan. Es un raro placer que hasta trasciende ver la gema de capilla que le dedicaron al santo patrón de Inglaterra.

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