Sáb 07.02.2015
m2

Le Palais

› Por Jorge Tartarini

Admiraba a mi profesora de francés. Y no por sus escasos encantos ni su simpatía a cuentagotas. Más bien era por su obstinado empeño en acercarnos el mundo galo a nosotros, un grupo de adolescentes más preocupados por la última tapa de Teté Coustarot como Miss Siete Días, y por una joven de larguísima cabellera que promocionaba en TV un jabón de tocador con un “¡Shock!” provocador. Eran los ’70. Y se trataba de Susana Giménez, la misma que entonces se presentaba en un maratón de rock en La Plata –por faltazo de Liliana Caldini– y con la mueca del jabón volvía locos a todos. En la secundaria, la clase de francés formaba, junto con la de actividades prácticas, la de dibujo y la de música, la tríada de materias más aborrecidas. Y no por el odio sepulcral que despertaban temibles bodrios como geografía, botánica y trigonometría, sino por una especie de desidia y desdén alpedista. Sencillamente, se consideraban prescindibles en grado sumo.

Sin ánimo de llevarles la contraria ni pertenecer al aborrecido club de los nerds, no compartía estas cuestiones con mis amigos. En particular durante la clase de francés, su libro y sus personajes: la

inefable familia Vincent. Una especie de antípoda de los Simpson de hoy, que viajaban y hasta tenían palabras de elogio para los subtes porteños y sus murales, a los que veían “plus coquettes” y más bellos que los de París (¡?¡). Exagerada o no, la digresión puede perdonarse, tratándose de los cuarenta años que nos separan de entonces a hoy. Los Vincent también visitaron Río de Janeiro y el exótico trópico, en tours que tenían algo de Tintin, y tal vez de ahí mi gusto por ellos.

Tanto éstos como otros libros de enseñanza de francés, en su mayoría eran editados en Buenos Aires. Una actividad editora que ya había comenzado promediando la década de 1850. Más precisamente, dentro de un área circunscripta a unas quince cuadras alrededor de la Plaza de Mayo. Estos manuales, al pasar y no tanto, en sus lecciones introducían personajes, lugares, costumbres, edificios y otras notas de color local, en un intento de contextualización que, por su liviandad, a veces caía en curiosas confusiones. Una de ellas podemos ver en el manual de J. Despel Le Francais au Collage, para alumnos de segundo año secundario, editado aquí en 1941. Llegué al ejemplar casi por casualidad, a partir de una amiga, la artista Ana Noya, quien lo encontró en una antigua librería, cautivada –sobre todo– por las ilustraciones de la pequeña edición. Y también por el boleto de 10 cts. de la vieja Compañía Omnibus Brockway que inesperadamente halló en su interior. El artículo que descubrió su hermana, la arquitecta Celina Noya –del Museo del Agua y de la Historia Sanitaria de AySA– tampoco fue menor. Se trata de “L’habitation”, un texto que resume en veinte renglones la historia de la habitación humana, trazando un periplo que haría palidecer al mismo Viollet Le Duc.

¿Están preparados? Allí vamos: los primeros hombres vivían en cavernas que les disputaron a las fieras. Más tarde en miserables chozas, hechas con pieles, en pueblos lacustres sobre ríos, y en grandes árboles, como sucedía en Africa Central. En el campo habitaban ranchos, mientras que los soldados durante la guerra viven en tiendas de campaña y en tiempos de paz en enormes cuarteles. Los ricos habitan castillos lujosos y suntuosos “hotels”. Los palacios eran las magníficas residencias de príncipes y reyes.

Monsieur Despel, o su agente local, para ejemplificar este último caso, no encontraron mejor obra que el monumental Palacio de las Aguas Corrientes de avenida Córdoba. Sin sospechar que, lejos de aristocráticos vecinos, en su interior cobijaba 72 millones de litros para abastecer de agua a la ciudad.

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