Los irlandeses tienen, aunque pocos se den cuenta, una vida muy activa en el diseño y la arquitectura. Son además un pueblo lleno de opiniones y muy apegado a sus paisajes urbanos. Un ejemplo: el guía del ómnibus turístico de Dublín, cuando entra al viejo distrito financiero señala con orgullo las mejores piezas victorianas, verdaderos palacios bancarios, pero no deja de señalar con vigor una horrenda esquina brutalista, fea y fuera de lugar. Ahí viene la ironía, porque cuando todos miran el horror, el guía agrega que el arquitecto que la diseñó le rindió un gran servicio al país, poco después... emigró.
El flamante anuario de RIAI, el colegio de arquitectos irlandeses, no recoge esta historia pero demuestra el altísimo rigor con que se preserva el patrimonio del país y la creatividad de la obra nueva. El RIAI es un instituto tan viejo que su sigla identifica todavía al Real Instituto de los Arquitectos de Irlanda, pese al casi siglo de vida independiente y republicana. El reciente anuario es el quinto, un libro de 152 páginas muy hermoso y de gran formato que recoge lo mejor del período 2014-2015.
Entre los artículos que hacen pensar está el Paul Keogh sobre vivienda popular en el contexto de la crisis que pinchó la economía de Irlanda en 2008. Lo notable es el buen gusto, la escala humana, la evidente falta de ganas de imponerle una utopía al prójimo y el entendimiento de que la gente quiere vivir en casas o departamentos reconocibles como tales, no en experimentos o modas de revistas.
También está el caso del reciclado y adaptación de las tiendas Clerys, de Dublín, un palacete victoriano relanzado como un lugar moderno y cool sin destrozos ni notas estridentes, en clave blanca y minimalista. En la misma línea, pero más fuerte todavía, está el caso de Russborough, diseñada por Richard Castle en el siglo XVIII para el primer conde de Miltdown en los campos de Blessinton, condado de Wicklow. Castle no tiene la fama académica que se merece, pero Russborough es la mejor construcción palladiana de Irlanda, lo que es mucho, pero mucho que decir. El caserón y su parque están ahora en manos de la Fundación Alfred Beit, que recibió el premio al mejor reciclado y adaptación por el exquisito trabajo de reparación de daños causados por un incendio y el cambio de uso del ala oeste para funciones sociales como bodas y conferencias.
Y hasta un deleite personal, un artículo de María Kiernan sobre los 25 años de trabajo del RIAI en Rusia, ya una tradición de intercambio profesional que empezó en medio de la terrible crisis del fin de la URSS.
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