› Por Jorge Tartarini
Rutas, circuitos, itinerarios y recorridos han proliferado en el turismo cultural de las últimas décadas. La oferta se sale de lo que era la oferta tradicional que proponía visitas a monumentos, conjuntos, pueblos y centros históricos, pero sin lazos ni afinidades temáticas entre sí y tampoco en su relación con los territorios que los cobijan. Desde luego lo último no llegó para reemplazar lo anterior, sino para enriquecerlo y ampliar la mirada hacia otras expresiones poco difundidas y subvaloradas y colocarlas en un rango acorde al actual concepto antropológico de cultura y patrimonio.
Como suele pasarnos, en el afán por trasplantar –con fórceps– a estas tierras experiencias ajenas, hemos caído en dislates y copias superfluas que ni siquiera se preocupan por relevar a fondo los recursos naturales y culturales, las infraestructuras, los equipamientos y las expectativas e ideas de vida de las comunidades involucradas en los proyectos. Algo que la creciente especialización en la gestión del turismo cultural ha contribuido a aliviar, aunque no lo suficiente. Nunca falta algún funcionario u operador turístico que proponga pavimentar el legendario Camino del Inca, crear circuitos como la “ruta del chimichurri”, e inventar fiestas regionales que apelan a tradiciones recién inventadas. Cole Porter tenía razón: Anything goes.
Pero a no desesperar. Todavía hay mucho por redescubrir –y genuino– de puertas para adentro entre nosotros. Bucear por ejemplo en las rutas históricas que estructuraron las comunicaciones de la era preferroviaria, durante el dominio hispánico y que atravesaron gran parte de nuestro territorio, nos puede transportar a un mundo del que quedan valiosos testimonios esperando ser visitados y valorados. Entre Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, y la ciudad minera de Potosí existía en el siglo XVIII, una comunicación terrestre fluida, que fue configurando una vía de excepcional importancia económica conocida como la “Ruta de la Plata”. Esta ruta, afectó el predominio del circuito anterior, que tenía en el puerto del Callao en Lima la principal salida de ultramar hacia Panamá y de allí al Viejo Continente.
La vía permitía enviar las riquezas de las minas de plata de Potosí y otras materias primas del continente hacia España desde el puerto de Buenos Aires. En su trayecto fueron formándose pueblos, haciendas y multiplicidad de asentamientos cuya actividad principal era el abastecimiento y apoyo a las personas, animales y transportes aglutinados a lo largo de esta ruta comercial. Entre estas actividades, la cría y engorde de mulas era fundamental al sistema de transporte colonial, y numerosas haciendas vivieron en torno a las utilidades generadas por la comercialización que se hacía de este animal de carga, en importantes ferias del Noroeste argentino. La Ruta de la Plata fue jalonando en su paso obras de infraestructura utilizadas desde la era prehispánica, como el Camino del Inca, con otras de la dominación hispana y ya, en el ocaso de su importancia, con caminos de la era republicana.
Adentrándonos en la segunda mitad del siglo XIX, la incorporación de la Argentina al mercado internacional como país productor de materias primas y la nueva estructuración productiva del territorio, marcó la marginación –y paulatina desaparición– de los poblados generados a lo largo de la Ruta de la Plata, y las economías regionales que alimentaban. A excepción de las cabeceras provinciales y las ciudades que encontraron cabida en la era de la “urbanización de la locomotora”, el resto de pueblos quedó apartado de los principales circuitos culturales, turísticos y socioeconómicos.
Una obra literaria de notable valor testimonial como es El Lazarillo de Ciegos Caminantes (1774-76), de Alonso Carrió de la Vandera (Concolorcorvo), ofrece un relato pormenorizado de aquella Ruta de la Plata que unía el Buenos Aires virreinal con Saladillo, Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy y las minas de Potosí. Una pintura de época que invita a ser rescatada, reformulada y reconocida en el siglo XXI, en términos de turismo cultural.
A este peculiar recorrido histórico se le agregan las sucesivas transformaciones que ha sufrido el territorio por la mano del hombre, fundamentalmente por la acción del ferrocarril y de la industria en general. Estos paisajes culturales, modelos de interacción entre naturaleza y cultura, ofrecen a lo largo de este camino entre Potosí y Buenos Aires, huellas sugerentes, plenas de contrastes y enigmas por resolver. Entre poblados olvidados y solitarias estaciones ferroviarias, entre monumentales puentes de hierro y modestas acequias, tomando contacto con fiestas patronales, gastronomía tradicional y un universo de patrimonio tangible e intangible poco conocido. Con una visión que integre sitios arqueológicos prehispánicos, haciendas coloniales, poblados ferroviarios, testimonios de la producción fabril y rural, de la arquitectura vernácula, de la excelente arquitectura del historicismo, y un patrimonio natural de valor excepcional.
Rutas de la Plata ya existen en otros países como México, y desde hace mucho tiempo en varios europeos, sobre vías de comunicación que se remontan a los años del Imperio Romano. La idea ciertamente no es nueva y tuvo al arquitecto Jorge Enrique Hardoy a uno de sus principales impulsores, promediando la década de 1980 desde la presidencia de la Comisión Nacional de Monumentos. Como otras iniciativas suyas, fueron demasiado adelantadas para un organismo que todavía arrastraba un pesado y anacrónico lastre conceptual. El tiempo pasó y el pobre Lazarillo de Concolorcorvo continúa esperando que alguien reedite la vieja travesía al Potosí. Una tarea nada sencilla, si se tiene en cuenta que muchos caminantes de hoy parecen bastante más ciegos que los de ayer.
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