Una serie de restauraciones en Avenida de Mayo muestra la belleza que podríamos tener y la perfecta indiferencia del gobierno porteño hacia el tema.
› Por Sergio Kiernan
Uno de los símbolos de esta Buenos Aires es la Avenida de Mayo, y no es un accidente. La avenida fue creada por designio presidencial, demoliendo una banda de una manzana de ancho de la plaza de Mayo al Paseo de la Alameda, Callao/Entre Ríos. Fue la primera gran cirugía urbana que hicieron los porteños, y las diagonales, la Nueve de Julio y las autopistas son ideas nacidas al ejemplo de esta avenida. Se puede decir que la inquietud creativa y destructiva de la Generación del ’80, que creaba La Plata y abría la avenida, hizo escuela en esto también.
Buenos Aires acababa de dejar de ser, por ley, la Gran Aldea y se transformaba en una de las mayores ciudades del mundo de la época, al menos e el plano. Se comía los municipios de Flores y Belgrano, las chacras, granjas, huertas, quintas, potreros y campos lejanos de la ribera del Riachuelo, del oeste y de la costa. En una ciudad de aguateros se creaba OSN, los vendedores de empanadas se reemplazaban con el bar de la esquina, la carreta perdía con el tranvía y el italiano empezaba a sonar normal. Esta nueva inmensidad, esta gran obra en construcción necesitaba un centro simbólico.
Florida era la calle comercial favorita, pero no pasaba de calle, y a nadie se le había ocurrido que Santa Fe o Corrientes pudieran atraer a alguien excepto a la farándula. Lo que sí ya se sabía, y bien, es que la ubicación manda, con lo que se decidió lo de siempre, demoler lo que ya existía y era importante para hacer otra cosa. Y eso que en Buenos Aires no faltaba lugar para crear avenidas, que de hecho se estaban dibujando de a docenas. Pero esta necesitaba ser especial.
Bastante costó venderla, y los registros municipales guardan los memos bastante angustiados de los que necesitaban cubrir los costos de las expropiaciones y las demoliciones. Finalmente funcionó, gracias a que el proyecto estaba anclado al Centenario y al diseño simbólico de un eje entre la Casa Rosada y el pozo de obra que sería el Congreso Nacional. Y también gracias a esa novedad, la tienda de departamentos, el negocio moderno, el lugar para ir a hacer compras. La Avenida de Mayo, parece increíble hoy, era el lugar para pasear e ir de compras, para ver y hacerse ver.
Lo que siguió después fue una decadencia de este rol acompañada por un descuido muy completo de sus edificios, de su misma textura física. Por un lado actuaba la pasividad argentina ante los edificios, que no se mantienen porque mantenerlos parece un gasto y no una inversión. Por el otro se notaba muy fuerte en ese contexto la verdadera ideología nacional, la que dice que esto es América y sólo lo nuevo es bueno. El eje simbólico de la Nación se transformó en algo sucio y gris, como la misma república, y comenzó a ser demolida con permiso firmado y sellado de la dictadura.
Supuestamente, la democracia y la autonomía porteña servirían para proteger y hacer renacer el lugar. La avenida fue catalogada –hoy es inimaginable demolerle una pieza– pero ningún gobierno porteño hizo algo real por restaurarla. Por ejemplo, hace ya una década se anunció un modesto programa para iluminar cúpulas, pero ni eso sucedió. Es una pena cuya escala puede apreciarse desde la esquina de San José, donde un par de emprendimientos privados dan una idea de lo que podría ser la Avenida de Mayo y el efecto que podría tener en la psiquis urbana.
En ese cruce hay dos edificios recientemente restaurados que por coincidencia feliz están en diagonal, con un vecino a medio restaurar y otro en un gris de smog decente. Uno de los edificios, en la esquina sureste, salió de largos años de abandono y es ahora un hotel algo misterioso cuyos interiores se adivinan por las persianas. Es un edificio realmente notable por sus toques Art Nouveau, un estilo que siempre fue parco y tímido entre nosotros. En este caso, la parquedad aumentó porque se perdió un airoso remate floral sobre la ochava, allá arriba contra el cielo. El edificio, de siete niveles, es más ventanal que muro, un alarde tecnológico para la época, y lo que manda en su diseño es una gran apertura de tres pisos de altura que forma seis ventanales de piso a techo, con balcón. Hábilmente, parece que todo fuera una pieza, un colosal ventanal, en parte gracias a que al medio se exhiben dos columnas pareadas colosales de hierro negro, que parecen sostener la gran pieza de metal. Las columnas se apoyan y rematan con una fiorituras vegetales, orgánicas.
En diagonal, al noroeste, está la ahora nueva sede del Inadi, un edificio que fue restaurado por afuera, completamente destruido por adentro y puesto en alquiler en bloque. También tiene siete niveles, piel de piedra París, un aire convencionalmente francés y un estilo pacato, ninguna obra maestra pero un edificio que la lleva bien. Lo ayudan un par de gracias formales, como sus ornamentos florales destacados en un cemento más cálido, su manera de tomar la ochava con una curva proyectada y elegante, y su pequeña pero coqueta cúpula, muy en la sintaxis de la avenida. Su vecino sin restaurar, enfrente en el suroeste, tiene una morfología similar, pero con menos gracia y con una cúpula y mansarda de pizarra negra.
El cuarto edificio, el que está a medio restaurar, es el formidable de La Inmobiliaria, la notable tanada de Luigi Broggi para el empresario Antonio Devoto, que andaba loteando campos porteños para crear su barrio. La Inmobiliaria tiene el honor de ser la mayor fachada de la Avenida, la única de una cuadra de largo, con lo que deja la pena de no llegar a los treinta metros de profundidad, en lugar de tomar toda la manzanita. Es una pieza profundamente italiana, airosa, con proyecciones en las esquinas rematadas por las famosas cupuletas, arquerías, un ritmo de entradas y salidas virtuoso, y una acertada ornamentación que no exagera pese a reunir ménsulas, estatuas, pilastras monumentales, balcones, óculos y pedimentos. Arriba, en el centro exacto de la fachada, sigue el gran mosaico con su nombre. Abajo, en el tercer piso, apenas quedan rastros de los famosos murales en sus balcones-loggia, los de gráciles arquerías de medio punto. Es un edificio que ya para 1930, con apenas veinte cumplidos, estaba perdiendo ornamentos y copones.
Quien se pare en la esquina y recorra esto, estire la mirada hacia el vecino Barolo, vea el Congreso en restauración, adivine la gloria que asoma en el viejo hotel de la esquina de Santiago del Estero comprenderá la belleza que puede ser la Avenida de Mayo. Y también que el gobierno porteño no movió un dedo, no ayudó ni obligó, no tuvo nada que ver. De hecho, todo lo que es su responsabilidad –farolas, amoblamiento, mantenimiento de veredas– es francamente malo.
En este país escaso de estadísticas es grato y útil encontrar números que permitan entender la vida. La Dirección General de Estadísticas y Censos porteña acaba de publicar un compendio de cifras y estudios, “Buenos Aires en números”, que revelan unas cuantas cosas.
El primer número llamativo es que la población de la CABA –de la General Paz para adentro– sigue clavada en tres millones, el número al que llegó básicamente cuando gobernaba Perón. Esto revela dos cosas, que el censo no debería más hacerse en domingo, cosa de prevenir la deformación del verdadero éxodo del fin de semana; y que la ciudad sigue siendo el lugar favorito para el departamento extra, el que es una inversión y no vivienda. Es un arcaísmo de la manera en que se compila la cifra de habitantes –quien esté donde esté es contado como un local, aunque sea visitante– que impide entender la estructura poblacional real del distrito.
Otro elemento es que el promedio de cada familia es de 2,4 personas, aunque esto también debe tomarse con pinzas porque contradice otros datos. Por ejemplo, que hay 116 mujeres por cada 100 hombres, y que la edad promedio del porteño es de 39 años lo que indica una notoria escasez de chicos en la cuenta y por tanto otra distorsión. Lo que aparece como cierto es que Buenos Aires es la ciudad más diversa del país por lejos, porque un treinta por ciento de sus habitantes no nación en ella y un cinco por ciento son extranjeros. Aunque estos números puedan estar aumentados artificialmente por el “fin de semana” del censo, los números son muy superiores a los del resto del país.
Finalmente, conviene destacar un número que los especuladores pueden tomar para llevar agua a su rentable molino. Según el censo, el 73,7 por ciento de las viviendas son de propiedad horizontal –departamentos– y sólo el 21,7 por ciento son casas de terreno propio, sin división. Este número así vendido parece pintar una ciudad de torres, una tendencia irresistible a la que es inútil resistirse. Pero en realidad quiere decir que el 73,7 de las personas que viven en esta ciudad lo hacen en departamentos, PHs o casas que comparten un terreno en propiedad horizontal. Es notable que uno en cinco siga viviendo en una casa de terreno propio, sin subdivisión alguna.
También llamativo es que el 4,6 vive en conventillos, hoteles o inquilinatos, y que todavía queda un uno por ciento de edificios de vivienda que no tiene inodoro conectado a la red cloacal.
Ahora que terminaron las PASO porteñas, viene la gran pregunta: ¿hasta cuánto durará el show de unidad del PRO? Gabriela Michetti anunció que dará su corazón para que Mauricio Macri sea presidente, pero nadie habló de qué hará Horacio Rodríguez Larreta con los que la apoyaron en campaña. ¿Será el fin del falso ministro de Cultura Hernán Lombardi, que podrá dedicarle más tiempo a sus tanguerías? ¿Caerá el altivo ministro Daniel Chain, que enfrenta al ganador de las PASO hasta en dar contratos y engordar cajas? No hay que perderse los próximos capítulos.
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