Sáb 20.06.2015
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Viajeros

› Por Jorge Tartarini

Para una sociedad que prestaba atención superlativa a la mirada del otro, las opiniones y comentarios hechos por los viajeros llegados a estas tierras, eran poco menos que palabra santa. Un elogio tirado al azar pronto asumía rango de verdad inapelable, sea dicho por Clemenceau, Ortega y Gasset, Blasco Ibáñez, la Infanta Isabel o el Príncipe de Gales. Al escucharlos los pechos se henchían orgullosos, y no solo por de quiénes venían los cumplidos, sino porque no hacían más que confirmar la sublime opinión que tenían muchos argentinos de sí mismos. Entre los viajeros hubo de todo. Suspicaces, complacientes, grandilocuentes, ninguneadores, inteligentes, apocalípticos...

Hubo quienes en sus estudios, crónicas e impresiones, esbozaron fantasías, vaticinios que, con los años, dejaron de serlo para ingresar en nuestra palpable realidad.

Al visitar La Plata en sus años fundacionales, por ejemplo, a la vez que saludaron la belleza de sus edificaciones levantadas casi “por ensalmo”, predijeron el dudoso destino de su crecimiento debido a su excesiva cercanía de Buenos Aires. ¡Qué bella es, y qué frágil es! Se dijeron, no sólo ellos sino el propio Sarmiento. La venta del Puerto de La Plata a la Nación –en los primeros años del siglo XX– comenzó a darles la razón.

Otros viajeros, al visitar la Capital porteña durante los festejos del Centenario, no solo se encantaron por la perfección con que se hablaba el francés. También se sorprendieron por la importancia de que otorgaba la gente a la higiene, con la costumbre del baño diario y el uso difundido del bidet. La calificaron como “el paraíso del aseo corporal”. No creemos que el término se aplique totalmente a la circunstancia de hoy, pero el bidet ha seguido acompañándonos desde entonces, a pesar de que en Francia, el país de donde nos llegó, hoy prácticamente no se utilice.

Tampoco se equivocaron demasiado los viajeros que –ya en los años de Juan Manuel de Rosas– observaron la corrupción y el delito desde el momento mismo de su desembarco frente a la ciudad, cuando todavía no había muelle ni puerto con dársena. Cuando pasaban sus equipajes de los barcos a las chalupas que las transportaban hasta la ribera los robos eran moneda corriente, lo que obligó al gobierno a aplicar severas medidas.

Y no se equivocaron quienes como Jules Huret –corresponsal de Le Figaro– exaltaron la belleza de nuestras mujeres, de ojos brillantes y “pupilas verdaderamente admirables que miraban con atrevimiento”. Huret aventuraba que, si los modistos y modistas de París enviaban aquí sus representantes, harían gran negocio. Estaba en lo cierto.

Otro viajero, el español José María Salaverría en su Paisajes Argentinos (Barcelona, 1918), además de vernos obsesivos del negocio y desmedidamente preocupados por el lucro, señalaba: “Las casas viejas de Buenos Aires se van. Quedan muy pocas, y las pocas que quedan desaparecen con singular rapidez... Caen las casas, se derriba lo viejo, huye lo familiar y lo histórico, y el alma pública sigue tan fría, como si esos objetos no la afectasen en nada... Se diría una ciudad sin historia, sobre todo sin abolengo, cuya tradición comienza desde ayer mismo, todavía más: desde hoy...” Asimismo alertaba sobre los peligros que puede acarrear esta falta de respeto por el pasado y apuntaba: “Los pueblos, ...por muchas importaciones y renovaciones que sufran, guardan siempre la modalidad, enérgica, definitiva, que adquirieron en su formación. Por eso, con todas las aportaciones exóticas y multiformes que caen diariamente en la Argentina, la modalidad auténtica, la que se formó en los primeros tiempos de la colonia, se mantiene viva siempre. Cuando llegue ese momento, los argentinos lamentarán la irrespetuosa manía de destrucción de sus antepasados. Modestas, frágiles y sencillas como eran, sin embargo, aquellas mansiones viejas habían guardado el aliento de sus abuelos, en su ámbito se desenvolvieron las vidas antepasadas y, de ellas surgió el molde de la nacionalidad”.

Naturalmente, lo exótico y multiforme para Salaverría era el aluvión constructor de influencia italiana, francesa, alemana, inglesa, que estaba haciendo de las suyas en la ciudad. Aquel afán renovador, a la vez que destruyó, nos dejó uno de nuestros mejores patrimonios. Pero, con los años, éste sufrió las mismas ingratas destrucciones que su antecesor, genéricamente hablando. Y en su lugar, a menudo no surgieron obras perdurables y dignas de valor. Otra razón de peso para no pasar por alto los dichos de aquel lúcido escritor, y procurar empeñarlos a favor de la salvaguardia de nuestro patrimonio, tanto del presente como sino de los que en el futuro vayamos construyendo.

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