En La Plata quieren liberar 31 edificios para la piqueta antes del cambio de gobierno, en Santiago de Chile, un ingeniero resiste a un shopping y da el ejemplo.
› Por Sergio Kiernan
Uno de los escándalos de esta vida es lo que está pasando en La Plata, una ciudad que estuvo entre las cosas más lindas que hicimos los argentinos. El gobierno municipal vive una suerte de guerra con sus vecinos, guerra que incluye hasta ignorar la Corte Suprema de la provincia, donde el poder juega abiertamente a favor de los especuladores inmobiliarios. La idea es simplemente demoler todo, todo menos algunos edificios simbólicos, y transformar a la capital bonaerense en una colección de arquitecturas pedorras pero rentables, una suerte de suburbio desangelado que haga felices sólo a los que lucraron con eso. Y quien encuentre exagerado este diagnóstico no tiene más que ver el nivel de detalle al que se está llegando para favorecer el negocio.
El gobierno municipal de Julio Alak creó en 2006 un catálogo de inmuebles protegidos, que no fue muy amplio pero buscaba estabilizar ciertas zonas del casco fundacional de la ciudad. El instrumento para frenar la piqueta era la catalogación con el grado de “protección contextual”, definida por el Código de Ordenamiento Urbano como lo que caracteriza a edificios cuyo “valor reconocido es el de constituir la referencia formal y cultural del área, justificar y dar sentido al conjunto. Protege la imagen característica del área previniendo actuaciones contradictorias en el tejido y la morfología”.
El actual gobierno municipal detesta este tipo de límites y ya es un comprobado agente inmobiliario, con lo que no asombra que haya anunciado que mandó al Concejo Deliberante un proyecto para desafectar 31 edificios del microcentro de la ciudad protegidos como contexto. Es llamativo que al mismo tiempo el Colegio de Arquitectos local se presentara ante el mismo Concejo para pedir que se conforme un Instituto de Planificación Urbana para que los edificios catalogados se puedan “intervenir de forma controlada”. Esto suena bien hasta que se descubre que la idea del Colegio es que deje de existir el catálogo preventivo y se utilice sólo un “manual de intervención”. La autoridad de aplicación sería un consejo en el que participarían... ellos mismos.
Si esto suena a dejar el pobre gallinero a cargo del proverbial zorro debe ser por el ensordecedor silencio del Colegio de Arquitectos frente a la destrucción del patrimonio platense. Nunca se opusieron, nunca pusieron palos en la rueda y siempre se portaron como los cómplices y valedores ideológicos de los intereses de las grandes constructoras, las que los emplean y son las únicas que pueden hacer torres a escala.
De todos modos, lo que marca el calendario es el año electoral, que puede introducir un cambio en el ejecutivo municipal y/o en la composición del Concejo. Como el tema patrimonial ganó mucha importancia en la política local, es manifiesto que se busca dejar cerrados ciertos negocios ahora trabados antes de tener que lidiar con caras nuevas. En La Plata calculan que los 31 edificios a catalogar no bajan de modestos 200.000 dólares, con lo que el primer numerito en danza pasa los seis millones de esa moneda, para hablar sólo de valores de compraventa básicos.
Santiago de Chile está sufriendo fenómenos de gentrificación realmente llamativos, con problemas en las zonas residenciales de siempre y alguno que otro nuevo héroe del urbanismo. La revista The Clinic acaba de descubrir uno realmente inesperado, un ingeniero forestal de 61 años que se le plantó a un megashopping de los pesados y terminó viviendo en una “isla”, prácticamente rodeado por un pozo de construcción de seis niveles de profundidad. La situación es muy similar a la de esa señora china que hizo lo mismo y terminó produciendo una foto que dio la vuelta al mundo.
Mauricio Montecinos vive en una casa que compró su padre, en el barrio Bellavista, originalmente creado por cooperativas obreras de la década del veinte y treinta, el mismo modelo de nuestro barrio Los Andes y de buena parte de la Higienópolis paulista. Hasta 1985, todavía en dictadura, el barrio fue de los tranquilos, equipados con su moderado comercio de servicios, alguno que otro bar y restaurante, calles tranquilas y un tránsito que mostraba cierta desconexión con el fluir de la ciudad. De hecho, el casi único orgullo local era que Pablo Neruda hubiera vivido ahí por muchos años, con lo que los vecinos viejos se acordaban del poeta como uno que vivía a la vuelta.
Pero hace treinta años se decidió “desarrollar” el lugar, conectándolo físicamente con el tránsito de la ciudad con ensanches y regulaciones del tráfico. Bellavista se pobló de bares y gente, con lo que hubo que enrejar jardines y acostumbrarse al ruido, y a recoger las latas de cerveza del pasto a la mañana gigante. El barrio, definitivamente de moda, recibió el siniestro diploma que suele coronar estas situaciones: alguien decidió instalarle un shopping. La mole se llama Patio Bellavista –allá también se usa eso del patio para darle piné– y se define como un “centro gastronómico y cultural”, lo que quiere decir que tiene cines. El mazacote tiene tres pisos de alturas, seis subterráneos y de estacionamiento, y un frente principal de una cuadra de largo. El edificio es tan grande y se va tan para abajo, que en enero comenzaron a cavarlo con taladros gigantes.
El ingeniero Montecinos se enteró del comienzo de obra muy temprano a la mañana, cuando un temblor lo sacó de la cama. Pensó, cuerdamente, que se trataba de un terremoto de intensidad media, pero prontó entendió que no era un fenómeno natural sino de maquinarias arrancando. En lo que va del año, el hombre se acostumbró a estar en casa con tapones en los oídos y a salir al jardín con un casco puesto. Montesinos está fastidiado e incómodo, pero no soprendido porque durante años le estuvieron ofreciendo sumas cada vez mayores para vender su casa y mudarse. El año pasado vio demoler la última casa de la cuadra, a lo guaso y con topadora, y también vio caer dos cipreses centenarios que eran parte de su paisaje desde siempre. El ingeniero no sólo no vendió cuando le llegó la última oferta, equivalente a seis departamentos, sino que puso una bandera nacional en su puerta y un cartel que avisa “No se vende, ni mi casa ni mi barrio”.
Montecinos es, evidentemente, un hombre empecinado, pero además es un conocedor de los bueyes municipales. En 1996, Bellavista se despertó con el anuncio de que le iban a poner autopista propia, proyecto que incluía túnel propio, edificios accesorios y la demolición de muchas casas y edificios públicos. Unas 25 organizaciones vecinales y de Santiago en general se juntaron para combatir el proyecto pidiendo amparos, haciendo campaña en los medios, movilizando gente, exigiendo que se revisaran los estudios de factibilidad y de impacto ambiental, y no dejándole pasar una a la empresa. Hartos de tener que cambiar la traza de la autopista, contratista y gobierno municipal decidieron hacer la autopista por abajo del río Mapocho. Montecinos, que presidió varias veces su junta vecinal durante el conflicto y fundó la ONG Ciudad Viva, cuenta esta historia como un triunfo parcial, un “trabajo de la sociedad civil que fue lo mejor que se pudo lograr, algo positivo, aunque lo ideal hubiera sido que no se haga el proyecto”. El ingeniero hasta escribió un ensayo sobre el tema premiado en el concurso internacional Somos Patrimonio.
Con lo que no hubo sorpresas al saber que el amplio terreno no iba a ser un parque sino un patio de comidas con 317 estacionamientos, más de 16.000 metros en total. Montecinos denunció el proyecto ante la superintendencia de Medio Ambiente, cuestionando que ni siquiera le hubieran pedido a la firma Cimenta que hiciera un estudio de impacto ambiental. No le llevaron el apunte: “El sistema funciona como las pelotas”, explica. El problema de fondo es que quien da los permisos de construcción en Santiago, la Dirección de Obras Municipales, se maneja con total independencia del gobierno local y sólo tiene que seguir un Plan Regulador Comunal muy amigo del “progreso”.
La casa de Montecinos está ahora, luego de infinitas quejas, rodeada por el fondo y los lados con muros antirruido, como si estuviera en una caja a medio cerrar, en la penumbra. Se está transformando en un lugar para ir a ver, un símbolo de los problemas que crean los negocios inmobiliarios a los vecinos reales de una ciudad.
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