› Por Jorge Tartarini
Días atrás, yendo por la autopista a Ezeiza para viajar a un encuentro de patrimonio inmaterial en La Paz, Bolivia, pasé cerca de un histórico Volkswagen escarabajo. Tuve uno modelo 1958 muchos años atrás, y será por eso que comprendí mejor el aviso que estaba pegado en su ventanilla: “Me venden”. Exagerando las cosas, aquella imagen fue casi una epifanía que me ayudó a cerrar mejor las conclusiones de la ponencia que iban a presentar. Esas dos palabras sintetizaban mucho más que una simple transacción, para su dueño era un desprendimiento de algo que había ocupado un lugar importante en su vida afectiva. Un fenómeno bastante común en el patrimonio industrial, si examinamos la particular relación que tuvieron las personas con las máquinas desde el origen mismo del fenómeno industrial. Y como también se ve en la llegada del ferrocarril a estas tierras.
En efecto, junto con sus construcciones, instalaciones y equipamientos, el sistema ferroviario en nos ha legado un inmenso patrimonio inmaterial. La literatura, el cine, la canción dejaron testimonios magníficos de todas las transformaciones que produjo en los usos y costumbres de nuestras sociedades. Presentes en infinidad de detalles. Por ejemplo en la importancia que ganaron los horarios y la puntualidad. Se trataba de una manera distinta de usar el tiempo, de administrarlo con precisión, porque de él dependía la efectividad del transporte. Relojes y horarios, eran elementos inseparables, que requerían la presencia de operarios entrenados en “llevar” o “tomar” el tiempo. El tiempo de los viajes y el tiempo de la espera. Tiempos que confluían en el edificio de la estación, como punto de encuentro y de salida. La salida o llegada del tren, aunque sólo fuera por un par de minutos, era todo un acontecimiento y la estación vivía su máxima expresión como epicentro comunitario. No importaba hora, frío o lluvia.
El ferrocarril, además, había desarrollado un lenguaje propio y especializado, particularmente en lo relacionado con códigos de comunicación y señales visuales y acústicas, para regular su funcionamiento y garantizar su seguridad.
Con él también surgieron nuevas profesiones. Entre otras, la del maquinista, encargado del manejo de la locomotora, y la del fogonero o foguista que tenía como misión principal atender el fuego y el agua para producir el vapor necesario para el movimiento de la locomotora a vapor. Esta máquina acaparaba todas las miradas y producía asombro. Y qué decir de la particular relación que tuvo con los maquinistas. En México en particular, abundan los corridos ferrocarrileros, piezas musicales populares que hoy forman parte del rico patrimonio inmaterial de este país, que nos hablan de estos amores de acero. La mirada poética y sensible de la escritora mexicana Emma Yanes Rizo (*) –una profunda conocedora del tema– nos cuenta que aquellas locomotoras, al igual que las mujeres, eran máquinas con encanto que enamoraban a los hombres. Maquinistas y mecánicos las trataban como tales, y muchas contaban con nombres propios: Toña la Negra, La Consentida, Valentina, Mi Prieta, Mujer Divina, La Cariñosita, María Félix (...) Para ellos, las locomotoras estaban llenas de misterios, de partes seductoras y de detalles. Su silbato era casi un canto de sirena para los operarios y el sonido de la campana de la máquina las volvía irresistibles para quienes viajaban a bordo. La sustitución de las locomotoras de vapor por las diesel fue un duro impacto emocional para los conductores. Según Yanez Rizo, éstos decían que no eran ellos los que las expulsaban, sino el progreso. Como sucedía con frecuencia en el mundo industrial, era el progreso desplazando al progreso. La autora concluía que, como en toda historia de amor, la de los rieleros y sus máquinas tuvo un fin trágico: cuando los trabajadores habían aprendido a dominarlas, incluso a construirlas, ellas se fueron.
Salvando las distancias, algo parecido sucedió con mi viejo Volkswagen 58. Cuando había comenzado a desentrañar los misterios de su funcionamiento para poder repararlo y dominarlo al fin, tuve que desprenderme de él. Un poco por progreso y otro por el crecimiento familiar. Lo que siguió después fue moderno y funcional, eficiente y automático. Aunque sin nombres ni apodos, como antes le habían puesto mis hijos a “Herbie”, nuestro querido escarabajo alemán.
* Yanes Rizo, Emma. Los días del vapor. México. INAH.
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