El hotel que fue agencia impositiva por tantos años acaba de tener sus fachadas restauradas, otra pieza recuperada en la Avenida de Mayo. Y adentro esperan interiores realmente espectaculares...
› Por Sergio Kiernan
La Avenida de Mayo es probablemente el mejor esfuerzo colectivo que hicimos los argentinos en materia urbana, un atisbo de Gran Estilo que nada casualmente se concibió en una época de optimismo y como el mayor festejo posible para el Centenario. Se podrán señalar con justicia las Diagonales, se podrán buscar piezas o conjuntos que le harían competencia, se podrá objetar tal pueblo o barrio aquí o allá, pero la Avenida tuvo la suerte de ser pensada y construida en un momento feliz de buenos materiales, audacia y elegancia, combinación luego perdida. Pocos paisajes se le arriman, ninguno la alcanza.
Claro que la Avenida que vemos no es la que se hizo, gracias a la piqueta libre de la dictadura militar, que reemplazó piezas mayores por mediocridades estremecedoras. Y gracias a la enorme fiaca nacional por el mantenimiento, la reluctancia casi religiosa por poner la mano en el bolsillo y cuidar lo nuestro. Las plantas bajas de la avenida fueron carcomidas por la creencia infantil de que destrozar locales ayuda a las ventas, las fachadas se ennegrecieron, las cúpulas se rompieron, los balcones perdieron sus ménsulas. Costó años revertir la tendencia y todavía falta mucho que hacer.
Con lo que es una alegría pasar por la esquina de Santiago del Estero y ver al viejo Hotel Majestic en pleno renacimiento. Sus dueños, la AFIP, fueron buenos vecinos y comenzaron por el exterior con un trabajo ejemplar que estuvo a cargo de dos pares de manos expertas, las del arquitecto Rubén Otero y de la ingeniera Claudia Arce, que es la experta en restauro de Tarquini. Lo que verá el caminante es el color de los muros sin décadas de smog, la cúpula en su lugar y la terraza despejada de sucuchos de esos que se fueron agregando en tantos edificios.
Era hora, porque el edificio fue construido en 1909 para la gloria por los arquitectos Federico Collivadino e Italo Benedetti, como el Hotel Majestic y como parte de los festejos del Centenario. El encargo debe haber dejado a los autores encantados por las posibilidades de un terreno con frente sobre la avenida, gran ochava en la esquina de Santiago del Estero y una fachada lateral sobre toda la cuadra hasta Rivadavia, donde hay otra fachada. Esto significa varias entradas, una circulación interna fluida y la chance bien aprovechada de crear esas fachadas rítmicas que ya nadie sabe hacer. Collivadino y Benedetti se lucieron montando la cúpula sobre la ochava, lo que le da al conjunto un garbo particular. Esa cúpula ya no existe y la que se puede ver hoy es una de hormigón liviano, un reemplazo exacto en la forma que se decidió no revertir.
Como se puede ver en las fotos, sobre todo la de tapa, la fachada es una pieza Belle Epoque de difícil definición. Básicamente es neoclásica, pero de un nivel de eclecticismo total, una mezcla de influencias, detalles e invenciones que mantiene un tono italiano pero se va para el norte. Quien mire con antención podrá detectar un detalle en los tantos balcones que no tienen una reja metálica sino una suerte de placón de material vagamente Decó. Esto es producto de una intervención posterior, un reemplazo de herrerías por placas que se aceptó como hecho consumado y se marcó para la posteridad con otro tratamiento. En lugar de restaurar el símil piedra, como se hizo en los 4800 metros cuadrados de fachada, Otero y Arce decidieron tratarlo con Neo París de Tarquini. Se mimetiza, no hace ruido, pero queda identificado como un agregado posterior.
Collivadino y Benedetti también se esmeraron –y se lucieron– en el diseño interior. El Hotel tiene dos circulaciones verticales de luz que lo hacen, simplemente, formidable. Por un lado está la gloriosa caja de la escalera, que domina la entrada sobre Avenida de Mayo. El lugar tiene una luz cenital que fue tapada por varios de los sucuchos ahora demolidos, y una serie de bellos vitrales en cada descanso, piezas de gran porte. A la derecha, como quien entraba por la puerta de honor, el hotel se transforma en un patio de varios pisos de altura, rematado por una enorme lucarna de herrería y vidrio que ilumina todo hasta en el día más tormentoso. Así se percibe la liviandad aérea del lugar, con las habitaciones iluminadas desde la calle y desde el patio interior. Y así se construyó un ambiente en la terraza casi mágico, que servía para admirar en 1910 la modernísima avenida de los porteños.
Como tantos edificios de la Belle Epoque, el ornamento es interminable. Pero los autores mantienen un rigor y un ritmo disciplinado, con lo que la impresión de liviandad y de luz se refuerza con una de orden. Es un placer ver cómo aprovecharon la compleja estructura de los interiores para crear stoas y columnatas, y cómo perforaron con óculos todo lo perforable, siempre en busca de alivianar. Ponerse a ver los detalles es un placer por la calidad de todo: los pavimentos de baldosas de arcilla dura, vívidos en sus colores: los bronces sobrevivientes en puertas y lámparas; las herrerías de las interminables escalinatas y barandas; los estucados impecables, perfectos; los kilómetros cuadrados de yesería que, pese a sus 105 años sin mantenimiento y al maltrato argentino, siguen con sus muchas líneas en foco, elegantes como siempre. Restaurados, estos interiores serán una gloria porteña.
Será también una chance de revertir la mufa que pesa sobre el Majestic, que después de alojar a celebridades como Nijinsky cayó ante la crisis de 1929 y fue entregado como pago de impuestos atrasados. Mal que mal, el lugar penó como oficina pública hasta 2006, cuando la Agencia fiscal decidió despejarlo y restaurarlo. El primer paso, el exterior, fue dado y con estupendos resultados. Ahora viene la aventura de los interiores.
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