› Por Sergio Kiernan
Hay días en que hasta el más prudente siente o piensa que ya sabe todo lo que hay que saber sobre Buenos Aires, que poco o nada podrá sorprenderlo. Son esos días en que la ciudad, celosa como una de esas diosas griegas, parece decir “¿en serio?” y le entrega al imprudente una quinta modernista catalana, una columnata bizantina o un árbol digno del Olimpo y con un banco abajo, todo en lugares insospechables. Hay que andar con prudencia en esta ciudad, con los ojos abiertos a las recompensas.
Quien lo dude no tiene más que acercarse a la Biblioteca Nacional a ver una muy pequeña muestra en la planta baja, al lado de la librería, que simplemente te cambia el mapa urbano. Se llama Buenos Aires. Un mapa del degüello y es una desconcertante investigación de Vicente Mario Di Maggio, uno de los fundadores y animadores de la plataforma de proyectos Teatrito Rioplatense de Entidades, encarnación patafísica con un fuerte gusto por la lingüística y la plástica. Di Maggio hizo algo estremecedor: identificar los nombres de calles y lugares de esta ciudad que homenajean a degollados, recuerdan a degolladores o fijan a quienes escribieron sobre esa actividad.
Lo notable es la cantidad que hay, un recuerdo del extremado gusto argentino por la violencia de la Argentina del siglo XIX. En estos tiempos en que está completamente instalada la noción de que no pasamos de víctimas, cuesta creer cuánto que fuimos victimarios. Pero nuestro país recién nacido estuvo básicamente en guerra desde la rebelión de 1810 hasta la capitalización de Buenos Aires en 1880. En esos setenta años de guerra constante se peleó contra españoles y brasileños, contra prácticamente todos nuestros vecinos, contra ingleses y franceses, pero fundamentalmente con argentinos de pensamiento o intereses diversos. El nivel de brutalidad llegó a ser notable.
Di Maggio explica que su muestra es una “cefaléutica, toponimia y guía histórica de los decapitados de la Capital Federal, más algunos apuntes sobre la cultura de la cabeza trofeo en el Río de la Plata”. Lo de cefaléutica es, cuándo no, griego, y significa “el arte de encontrar y señalar cabezas trofeo”, costumbre muy difundida y de alto valor simbólico en las guerras de todos los tiempos y todos los rumbos. Decapitar, explica Di Maggio, es un modo de apropiarse del enemigo derrotado sin tener que cargar con todo el cuerpo, y también es una manera de salvar al amigo caído negando al vencedor la parte importante del cuerpo.
Entre nosotros, el degüello tiene un pedigree que arranca desde la Conquista y hasta el siglo veinte fue la manera más común de faenar animales, práctica que sigue lo más bien en el campo profundo y a escala casera. Esto implica que hubo una clase profesional de matarifes que manejaban el cuchillo con una habilidad específica y cotidiana como parte de nuestra primera industria, el saladero. Di Maggio salta la cerca y subraya que todo el mundo degollaba, unitarios como federales, argentinos como orientales, y que en tiempos idos las nenas escondían las muñecas porque sus hermanos varones les cortaban la cabeza para practicar. La refalosa y el violín-violón fueron los dos apodos más comunes de la práctica, usada normalmente para ejecutar prisioneros y ahorrar munición, que costaba dinero.
Con lo que no extraña que la explosión urbana de Buenos Aires, que abrió tantísimas calles nuevas que había que nombrar, diera pie a un panteón de degollados y degolladores, aunque con un fuerte ángulo pro liberal. Así aparece Lavalle, degollado post mortem para que sus enemigos no capturaran el trofeo, Avellaneda, Cubas, Berón de Astrada, Rauch, Acha, Videla, Cortina, Garmendia, Zelarrayán, Medina, Lynch, Oliden, Riglos, Masón, Quesada, Ramos Mejía y Rico, todos unitarios. Están los indios Antequera y Tupac Amaru, degollados por rebeldes, y Antezana, Padilla y Pumacahua, por patriotas. Está Cañada de Gómez, donde degollaron a 300 prisioneros federales, y hasta están Belgrano y Lamadrid, ambos degolladores de indios realistas después de la batalla de Vilcapugio. Hasta hay calles de coleccionistas de cabezas como Zeballos y el Perito Moreno, y de algunos coleccionados post mortem, como Calfucurá y Catriel.
Todo esto se traduce en un mapa de Buenos Aires creado por Ral Veroni y Gustavo Ibarra, y en un catálogo de la muestra que es en realidad un libro de 140 páginas que funciona como una guía de horrores porteños. Barrio por barrio, hay iconitos para los degollados y para los degolladores, y una ficha biográfica de cada uno, como para caminar y aprender. Si no hay otra razón, vale la pena volar a la Biblioteca para conseguir una copia de este manual.
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